martes, diciembre 20, 2005
Responder felicitaciones
Si hay corazones tan blandos y buenos como el pan, el mío debe ser una especie de mazapán, pero caducado justo en diciembre del 2000, porque nada me mueve a responder las amables tarjetas “virtuales” donde se mira a una virgen rubia cobijando —esto es una mera aproximación— a un rechoncho niño, casi en cueros o la escenita tan bucólica como la adoración de los reyes magos... y tantas otras imágenes del Belén que se imaginaron los pintores a partir del Renacimiento. Acepto regalos, eso sí, pero responder a cosas tan bonitas, a buenas intenciones, pues jamás se me ha dado. Cuando las tarjetas se imprimían (válgase redundar: en imprentas) y llegaban a casa, con cartero de por medio, pues tampoco agradecía la deferencia porque esto era siempre en las proximidades de Navidad y hacerlo equivalía a que mi respuesta llegase en enero. Quería decir que los precavidos se alistaban desde noviembre.
Ahora lo recuerdo. Alguna vez, como adolescente soñador (¿quién no lo fue?) un amigo logró convencerme de lo que iba a ser el negocio de nuestras cortas vidas: vender tarjetas de Navidad y calendarios, vía catálogo. ¿Quién carajo le iba encargar un pedido de trescientas tarjetas a dos mocosos de trece años? Y el chiste eran trescientas, mínimo, porque el dadivoso impresor nos daba un substancioso cinco por ciento y para que las ganancias tuvieran chiste, pues la cantidad sí nos importaba. El caso es que no logramos convencer ni al carnicero del barrio, porque el condenado de la imprenta no manejaba los bellísimos cromos de cerdos y vacas —ya veo el calendario en las salas de las casas, con un marranito sonrosado que hace la delicia de la decoración y a un lado se lee: “Carnicería El Torito le desea feliz Navidad y próspero Año Nuevo”·— y el maestro del taller mecánico quería, a como diera lugar, puras imágenes de viejas encueradas, que tampoco ofrecíamos en el muestrario. Negocio fallido.
Pero entre quienes enviaban tarjetas o las recibían, ¿quién las guarda? Supongo que igual ocurre con los formatos electrónicos, que ocupan generosamente la memoria que ofrece el servidor y tras una sonrisa, el mensaje se borra. Ya suponemos que no faltará el genio cibernético que ha logrado incluir, además de imágenes en movimiento (que entonces se trata de animaciones) la preciosísima voz de Raphael, que engola “El niño del tambor”. Esto equivale al mayor capacidad de memoria.
¿Y qué me dicen de las felicitaciones automáticas? Claro, las que manda el propio administrador del sistema de Internet y en las que siempre leeremos: “El personal de equis compañía le desea...” Aunque es verdad, esto de las tarjetas es como las cartas de amor, que decía Pessoa: es ridículo hacerlas, pero es más ridículo no haberlas hecho.
La Navidad en cifras nunca dejará de tratarse de algo ejemplar: aumentan los suicidios, los robos y los accidentes de tráfico; la ingesta de alcohol y el despilfarro, la miseria y la opulencia y la obligación de aflojarnos la boca para decirle a todo el que se cruza en el camino: “Felicidades”. Una dulce mentira que termina en resacas, físicas y morales. A pesar de todo, es un bello pretexto asirse de conmemorar el nacimiento de un niño que no podemos asegurar si era rubio, regordete y tan guapo; pero que ha servido para que en su nombre se una y se fracture a una buena parte del mundo.