miércoles, diciembre 21, 2005

Cuestionarios absurdos y la cerillerita


La capitanía general, desde Bahía de Santa Clara —Argentina— de la asociación de Autores, Poetas y Escritores (APE) ha enviado, a sus miembros y adherentes un cuestionario conmovedor, por las épocas decembrinas y ridículo, también por motivo de estas festividades. El numerito, además de felicitar a los amigos, amantes y familiares de los escritores afiliados consiste en responder una pregunta: las buenas o malas experiencias (anécdotas) que cada uno de nosotros guarda con respecto a Navidades. Se sugiere que nos decantemos por una opción y en quince líneas desgranemos el corazón para beneplácito… ¡de los propios miembros! A quienes se nos promete enviarán lo que cada uno ha escrito.
¿Y a mí qué me interesa contar mis desgracias si con recordarlas tengo? Pues supongo que el coordinador de esta barbaridad ha de intuir que le llegarán puros lamentos (si es que alguien, que nunca falta, le responde). Y en el tan rarísimo caso que le narren “alegrías” pues seguro que se tratará de fusiles de las películas gringas, donde tras demasiados avatares triunfa el amor, la paz entre los hombres y el vagabundo que mendiga un trozo de pan mientras sobrevive a la nieve de Manhattan resultó Santa Claus.
Pero esto bien serviría para recordar la asociación que hacemos con frecuencia: Navidad/Tristeza. A la literatura que ahora consideramos como verdaderos “clásicos infantiles” le pertenecen las historias más llenas de melancolía, que si bien no tienen una relación directa con la nochebuena sí la guardan para con el invierno. Allí tenemos a “la vendedora de cerillos”, historia que se incluye en el cuento El príncipe feliz, de Óscar Wilde (1854-1900). Es un acontecimiento terrible, crudo: una estatua cubierta por hoja de oro y piedras preciosas cobra vida y aunque permanece en la inmovilidad, desde su pedestal, seduce a una golondrina para que le ayude a prodigar el bien. (La estatua del Príncipe Feliz se alzaba sobre una alta columna, desde donde se dominaba toda la ciudad. Era dorada y estaba recubierta por finas láminas de oro; sus ojos eran dos brillantes zafiros y en el puño de la espada centelleaba un enorme rubí púrpura. El resplandor del oro y las piedras preciosas hacían que los habitantes de la ciudad admirasen al Príncipe Feliz más que a cualquier otra cosa).
El Príncipe de Wilde todo lo mira desde las alturas y a pesar de existir como un ser metálico sufre porque su mirada sólo lo conduce a la pobreza de la gente y como no tiene otro medio que el pico de la golondrina, la convence para que ella le vaya retirando los “tesoros” y los lleve a los menesterosos. El asunto concluye cuando el personaje deja de ser tan bello como “una veleta” y la golondrina, que no ha podido emigrar por quedarse con el bienhechor, muere congelada.
Ahora bien. Si la historia de la vendedora de cerillos la menciona Wilde, una trama mejor desarrollada la encontramos en su primera versión con Hans Christian Andersen (1805-1875), donde efectivamente, la historia sucede en la nochebuena (¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve, y la noche se venía encima. Era el día de Nochebuena. En medio del frío y de la oscuridad, una pobre niña pasó por la calle con la cabeza y los pies desnuditos). La bella narración de Andersen no se libra de la crueldad y aunque en el escritor dublinés apenas sirve de anécdota para aderezar su Príncipe feliz, en el creador danés se trata de un cuento a la altura de sus mejores creaciones, con detalles y una profundidad que en nuestros días sonaría muy extraña para los niños, a quienes se supone iba dirigido el cuento.
Las líneas se agotan. La primera deducción, sólo para dar sabor, es que presumiblemente Wilde conocía el cuento de Andersen y aprovechó o “plagió” la mera anécdota. Como segunda premisa: las historias lacrimosas vienen como anillo al dedo para la Navidad; los escritores lo saben a pies juntillas y los productores de cine ni lo dudan. Y casi para terminar, a pesar de los contextos de espacio y tiempo que nos separan de aquellos narradores, en 1988 se filmó “La vendedora de rosas”, basada en el texto de Andersen pero con un comprensible pasaje al rudo ambiente de Medellín. Se trata de una producción colombiana dirigida por Víctor Gaviria. El filme causó revuelo en el nuevo cine latinoamericano y aunque sus críticos la tacharon de “pornografía urbana” se trata, creo, de una buena muestra contemporánea de lo que significa la miseria, la prostitución infantil y el bajo mundo de las drogas… y para variar, en Navidad.
¿Se aburre por estas fechas? Ya tiene dos lecturas y un filme. ¿Y con lo de APE? Pues a ver quién les escribe.