jueves, diciembre 08, 2005
Devociones
Asomarse a la basílica de San Juan de los Lagos, una mañana de domingo, es confundir a mujeres embarazadas, niños que llevan en rebozos, ancianos, hombres de campo, algunos turistas atolondrados y demás feligresía con una sola mancha que se adivina humana. Afuera, la vida del pueblo comienza a tomar forma y el caminante se percata de los aromas del café recién preparado, las abejas vuelan a la altura de las latas que contienen cajeta, los vendedores de ropa comienzan a extender sus mercancías y la vida ocurre de las calles estrechas, caprichosas, hacia el atrio de la basílica. Conforme las empinadas callejuelas se aproximan al corazón del pueblo, los tenderetes de ropa y dulces típicos se truecan por aquellos que ofrecen únicamente artículos religiosos.
En los comercios —casi todos “informales”, es decir, invaden las calles más próximas al santuario— las estrellas de las ventas son, por supuesto: la Virgen de San Juan de los Lagos y cuanta imagen guste suponer del penúltimo obispo de Roma, se trata, por supuesto, de Juan Pablo II. Aunque parece que el tercer lugar en ese hit parade de santos el lugar lo ocupa Malverde, al que se encomiendan los narcotraficantes. Las imágenes están impresas sobre cualquier material que permita un soporte, desde papel, yeso, cerámica hasta el metal: llaveros, destapadores (¿qué creyente se atreverá a abrir unas cervezas con un mamotreto que tenga por mango la cara de un santo?) e incluso camisetas.
Pero los territorios de la venta están muy bien delimitados. Una vez que comienza la basílica, es decir, a partir del atrio, en lugar de los vendedores que hacen las ocasiones de merolicos, quienes atienden son personas religiosas, monjas y otros persignados. Con ellos se deposita la limosna, se pueden comprar cromos con la imagen de la virgen. Una vez adentro del templo, las cosas se trasladan de la algarabía que se mira en los exteriores a una profunda devoción con la que asisten los creyentes. El paso se hace muy lento, pesado... cincuenta minutos de la entrada del templo hasta las proximidades del altar mayor; algunos prefieren duplicar el tiempo de espera porque avanzan de rodillas, otros hacen descansar a sus niños y hay que andarse con cuidado porque en cualquier momento el pie se topa con una mano o con la cabeza de algún desesperado que se acuesta con cruz para que la virgen observe hasta dónde llega su capacidad de martirio.
Una vez frente al altar principal, la contemplación de los devotos se transforma de nuevo. Si uno aproxima la mirada (la cercanía física es inevitable) las pupilas de los feligreses se contraen, se hacen pequeñitas, como dos puntos extraviados en la blancura y la imagen de la virgen idolatrada, venerada, se refleja en sus ansias por ser escuchados, por ser tomados en cuenta. Y luego las filas para recoger un poco de agua bendecida que beben, convencidos de que esa frescura mitigará las penas que se albergan en los corazones.
A un lado de la sacristía se yergue una escalera que conduce a una especie de segundo piso, de capilla aneja que guarda en sus paredes miles de exvotos. Allí uno puede leer los milagros que constan por escrito y por imágenes. Vestidos de novia, ropones de bautizo, trenzas, fotografías, camisetas de jugadores de fútbol, muletas, prótesis... cada quien lleva su pequeño mundo para incluirlo en aquel universo de agradecidos. Una fotografía del “niño soldado” y al pie se lee: “Doy gracias a la birgen porque trajo con bien a mi ijo de la guerra de Yrac”. En otro se agradece que los hijos cruzaron la frontera con bien; el lector supone que no pasaron por las aduanas, claro está.
Es la fe de México, un país rico donde sobran los pobres.