lunes, diciembre 12, 2005

Sopa de ajo


“Cena que engalana y enamora”
Alfonso Reyes


Se necesitan unos siete u ocho dientes de ajo de buen tamaño y frescos. Mientras se les retira el pellejo habrá que empezar a recordar las primeras lecturas fecundas, las capaces de marcar toda una vida por delante. En una cazuela de barro se derriten unas tres generosas cucharadas de mantequilla libre de sal y al cariño del fuego se cuida que no forme humo, pues será muestra de incendio; esto debe enfriarse o atemperarse. Una vez que la grasa toma un color dorado se retira y en lo que se filetean con finura los dientes habrá de permitirse un tiempo para ir hasta el reproductor de discos y poner una versión de alguna nana sevillana. Música y cocina se entienden a la perfección. Si eso lo canta Carmen Linares, el ritmo flamenco imprimirá cierta alegría al guiso.
Previamente se ha preparado un caldo especial. Se compone de unos tres huesos de res —con leves indicios de carne— alguno de cerdo (no lo sugiero), pollo, una cebolla mediana cortada en dos y tres hojas de laurel, sin machacar. Y mientras el sentido común indica se debe retirar la espuma formada hay que recitar, despacito, sin prisas, el poema favorito. A las cacerolas y las cucharas y cucharones no les interesa el ejercicio de la memoria, pero al alma del cocinero sí. El caldo se reserva.
Con tres días de anticipo se deja endurecer media hogaza de pan que luego se hará migas, con la ayuda de los dedos. Es importante subrayar que el pan frío dará una consistencia espesa a la sopa —es preferible aliñarla con fermentos naturales en lugar de la aridez permitida por la harina de trigo. Un pan se permite tieso al igual de los recuerdos, se le olvida, cortado en cubos, almacenado en una canasta cubierta por un trapo. El pan, como decía en un poema don Octavio Paz, es un milagro sobre la mesa. Mas en este caso habrá de guardarse una paciencia de santo.
Una vez fileteados los dientes de ajo se freirán en la mantequilla, vuelta a calentar. Un ajo o sus hojuelas no sirven cocidas, pierde la fortaleza de su sano y buen sabor. Al momento de escuchar las primeras quejas, el “chic-chic”, se añade un desenfadado chorrito de aceite de oliva y cuando está a punto de provocar un chillar de tripas hay que agregar el caldo de huesos (libre de la cebolla y el laurel) para que la danza de los sabores comience a galopar sobre los sentidos. Perfume inmejorable, como la pimienta negra recién molida. Cuando traje el primer y único molino a casa, mi padre me dijo que ya la vendían pulverizada, yo le respondí que sí, que también el ingenio había construido muñecas y vaginas de plástico. Pero jamás será igual. Esta pimienta debe oler a cedro, pero no disipar lo picante. Con media cucharadita de un triturado medio quedará en su punto.
Luego, al hervir los ingredientes se añaden las migas y entonces, sólo entonces, uno puede darle gracias a Dios por ser tan bueno, por permitir tanta poesía.
Pero claro, se me olvida... la sopa ha de servirse muy caliente y con la pericia del cocinero: habrá de ser artesano para vaciar un huevo crudo (uno por plato) y no romperlo a la hora de vaciar aquella lisonja a los paladares. Paladares fuertes, dicho está.