
La existencia de la piratería, los artículos chinos y otras delicias inútiles, en cifras, causan alarma en el sector financiero; los analistas en materia económica estiman que en el Distrito Federal la resaca en gastos por la temporada navideña fue de aproximadamente cuarenta y cinco mil millones de pesos, contra los veinticuatro mil que reportó el comercio formal. Los que saben de aproximaciones marcan unas 600 toneladas de mercancías de contrabando que vinieron a sumar felicidad, porque nuestra alma nacional indica que al menos debemos regalar algo, aunque sea una chuchería, que lo importante es el detalle. ¿Y a quién le servirá un tapete de entrada, de esos que llevan impreso el “Welcome” y que al tercer día de estar expuesto a sol y agua no queda más que un plástico podrido?
Las preguntas quizá más cáusticas y básicas son encaminarse a pensar el fenómeno del comercio ambulante y de la piratería como un negocio donde ganan no sólo los vendedores que se enfrentan al público de la banqueta o a la extorsión del policía. Si fueron solamente 600 toneladas, pues en algún lugar tenían que guardarlas y ni modo que fuera en las azoteas de sus casas. Y eso de pensar que los correos de los tiempos prehispánicos (cuando los emperadores aztecas comían pescado de mar, fresquito como recién atrapado) siguen vigentes pues como que tampoco es una idea muy creíble. Para movilizar tanta baratija no fueron necesarias dos camionetas de redilas y eso lo entienden hasta los muchachos de secundaria, que sin Internet de por medio no logran la conexión de tres neuronas.
Es verdad que el paraíso pintado por el presidente Fox y todos los que han posado las nalgas en la silla presidencial no semeja al menos un diez por ciento al país que sucede fuera de las disputas palaciegas. Pero ninguna familia puede sobrevivir con los discursos y ante la falta de empleos y oportunidades la economía de emergencia es recurrir a un clandestinaje que sólo pretenden omitir quienes se engolan la voz cada vez que hay un operativo contra la piratería. Y si el daño está hecho, la rueda seguirá girando.
Al que vende y al que compra no le importan en realidad la calidad de los productos, ¿o sí? Por un lado el afán consumista nos ciega y como el bombardeo es tener más y diez o quince o veinte pesos no son nada, no hay un ciudadano que se resista a la tentación de llevarse algo a casa. Hagamos una encuesta, que ya están al grito de la moda, y entre los conocidos preguntemos ¿quién no tiene algún producto de dudosa procedencia entre sus pertenencias? Total, para lo que cuestan. Pero claro que hay quienes ganan más, porque si un fabricante debe cumplir con un determinado número de normas de calidad y de impuestos y no llega ni a la mitad de los requisitos, la mercancía tiene que salir, de una forma o de otra.
De la distribución se encargarán los miles de desempleados que aún no se deciden por arriesgarse a cruzar la frontera norte. Ellos serán quienes reciban la mercancía que les indiquen sus líderes, pues hay que observar también que se trata de productos pasajeros, de moda (pero impuesta bajo las condiciones del fabricante, al inundarse los tianguis de calcetas para niños, todos los vendedores comercializarán el mismo producto). La ecuación se cumplirá a pies juntillas: si hay defectos, el bajo precio justifica la mínima inversión. Se acaban los reclamos.
Banquetas que sirven para imponer un tenderete las encontramos en todo el país. Y que es cierto, mientras los precios de los “fabricantes autorizados” se encuentren por encima de la percepciones monetarias del grueso de la población, ésta seguirá acudiendo al puestero de la esquina que a la atención del atildado empleado de almacén. Es un hecho que los comerciantes informales que se han reubicado prefieren mantener un pequeño puestito en la banqueta y así matar dos pájaros de un tiro. Economía informal le llaman al lastre. Sin duda que los altos empresarios se preocupan mientras un sacabocados prepara la punta del puro H. Upmann y el gobernador del Banco de México pretende infundirles tranquilidad. “Calma, señores, calma; el pueblo aguanta hasta mil doscientas toneladas de porquería”.