
“¡De qué modo tan singular, tan incomprensible, juega
con nosotros el destino!... ¿Conseguimos alguna vez lo que deseamos?
¿Alcanzamos aquello para lo que están dispuestas nuestras fuerzas?”
Nikolai V. Gógol —La perspectiva Nevski—
(Fragmento)
Era difícil precisar la hora de aquella mañana de domingo. Quizá el lector se conforme con decirle que era una de tantas en que el sol ya ilumina los recovecos y hacen tiritar de frío a quienes permanecen en las sombras, dispuestos a perder los temblores que la noche les provocó. Pero en el fondo, los desvelados saben que de recibir calor, al menos de forma natural y sencilla, que es lo más fácil, habría que salir a la calle o a los balcones o a las azoteas, extender los brazos y saberse acariciados por una luz que poco a poco, al contacto con la piel, se va haciendo incandescente. Y al cabo de un rato la garganta comienza a resecarse y solicitar el auxilio de un vaso con agua bien fresca, líquido diáfano que humedecerá la lengua hasta caer en chorros a unas entrañas que parecen incendiarse. Qué alivio para quienes en aquella zona vieja de la ciudad ya lo practican...
Qué lenta agonía para Hortensia, quien hace más de tres horas que esperaba el amanecer y le ha llegado entre los espasmos que le provocan el tufo a brandy corriente, el encierro en aquellas descascaradas paredes, la falta de cigarrillos y su desnudez. No le hacía falta caminar hasta el espejo del baño para comprobar que debajo de las manchas de su maquillaje corrido podría apenas tocar su mejilla izquierda para comprobar que una zona de su rostro se inflamaba sin que pudiera remediar nada. Remediar nada, ¿qué hubiera podido hacer más que eso, nada? A estas horas de la mañana, que no tenía idea de cuáles serían, el vocerío que iba poblando la calle adyacente al hotelucho le taladraba los sentidos. Los vendedores callejeros que aprovechaban la tolerancia policial entre aquellos ruinosos edificios pregonaban con gritos la oferta de sus mercancías. No se trataba de una feria pueblerina sino de la constancia que se vivía en un centro histórico, de la miseria a la que se acude en masa.
Los aromas de abajo, de la calle, empezaban a confundirse en su nariz (que ahora comprobaba, también comenzaba a hincharse) y ya no sabía si era el pescado freído en aceite rancio, los sancochos de la carne de cerdo o el característico aroma a verdura que despiden el cilantro y el perejil cuando son triturados con el implacable filo de un cuchillo manipulado por el gordo que se dedica a deleitar las angurrias domingueras. “Carnita fresca, pásele, ¿de a cuánto le sirvo, marchanta?” Las marchantas comprarían vísceras para engullirlas con tortillas de maíz, salsas pestilentes a ajo crudo, chiles verdes y cebollas y gotas de jugo de limones agrios. Hortensia comprobó en ese momento que para mujeres como ella, la carne era un placer depravado, que de un beso se pasa a evitar a una áspera mano que pretende deshilvanar las costuras del vestido a fuerza de unos cuantos pesos y muchos tragos.
Antes, jamás la habían golpeado; sí, era una puta y ¿qué? Desde sus diecisiete años lo sabía. Le gustaba sentirse contenta de esas caderas anchas sin necesidad de haber parido antes, de tener los rasgos aindiados y los ojos de una negrura que estremecía a la cantidad de hombres que se deshacían por bailar con ella. Aquel lunar que semejaba una estrella refulgente justo sobre sus labios había sido besado, idolatrado, en más ocasiones que días tiene un año. Sus senos no eran perfectos, porque la dependienta de la lencería le dijo una vez que las medidas perfectas, las que toman en cuenta los jueces durante los concursos que eligen a las bellezas, eran de 90-60-90 y que ella los tenía de ochenta y dos: “Chicis gorditas pero en forma de peras y con esos pezones tan negros y grandes como platos de postre, mejor síguele de piruja”. Senos en forma de pera y nalgas turgentes como dos melones amarillos y maduros, pero aún duros. Y de los tiempos de su inicio a esa mañana de domingo harían no menos de siete años. Era joven y linda. Linda porque a los veintitantos cualquier mujer sabe que con o sin colores sobre su cara, con zapatillas de tacón de aguja o chancletas de goma, con perfumes europeos o las aguas de colonia que vendían por litro en los expendios del mercado, con virginidad aplazando al llamado del amor verdadero o la desfachatez de haber extraviado el pundonor y la vergüenza, ella era hermosa.