viernes, enero 13, 2006

Películas mexicanas o filmes nacionales


Eça de Queiroz, un muy ilustre lusitano decimonónico, escribiría con toda su pasión y no con mera nulidad al fervor El crimen del padre Amaro. Novelón de unas quinientas cuartillas en que más que un ataque a la iglesia de Dios recalca en la corrupción del clero y la feligresía que nutre al mismo; es decir: a curas ensimismados, glotones, idólatras del buen comer y coger, descarados, hipócritas y confesores de las familias ricas, a cuyos miembros imponen penitencias de mandar decir tantas y tantas misas que alcanza para vivir con holgura.
Invencibles de moral, los curas que narra de Queiroz son el corazón de una sociedad que requiere del impulso eclesiástico para situar el aparente orden con que suceden las cosas. Y al fin buenos ibéricos, las tertulias ocurren en una casa libre de tacha, la de la Sanjoaneira, donde los poblares identifican como algo así de una sucursal del curato. En aquel sitio, cual intrigas palaciegas, se decide el sino de los habitantes, el puesto de campanero, de sacristán y hasta a los fabricantes de hostias.
Por supuesto que un capítulo para doblarse de risa es la descripción de la casa de una de las tertulianas. Santos y devocionarios desde las paredes hasta cualquier mesilla y por supuesto, como si de un botiquín se tratara, la dueña tiene un cromo por dolencia. Que a san perengano le pide por la ciática, que san fulano por las reumas y a san, san, es cuento de nunca terminar. Pero según las urracas de sus amigas se trata de una mujer tan virtuosa y digna de todo ejemplo.
El crimen del padre Amaro adquiere matices de realidad por el uso de las referencias espaciotemporales. El discurso cumple el fin que el autor persigue: crear un núcleo de temerosos y resentidos. Y si bien en el año 1875 la publicación de esta novela causó revuelo, en los inicios del siglo XXI la historia cobró la vigencia gracias a la adaptación al guión cinematográfico por parte del dramaturgo mexicano Vicente Leñero. Obviamente que ante las adaptaciones siempre habrá discrepancias, siempre habrá opiniones que no estén de acuerdo por el tratamiento dado o porque ante la rapidez de un filme se recurrió a sacrificar tal o cual escena que en el lenguaje de la lectura nos parecía indispensable. Cierto.
Pero acaso la versión que ha llegado a las pantallas “sacrifica” la época, el tiempo. La esencia discursiva sigue ahí. Que Leñero, en acuerdo con el productor Alfredo Ripstein, modernizara la historia aludiendo a las “narcolimosnas”, a la Teología de la Liberación y a la corruptela del clero contemporáneo, a la realidad del aborto y las clínicas que existen en la clandestinidad no es mera coincidencia. Se trata de las incidencias propias de un escritor que sabe el negocio de vender al gran público, que no desconoce, además, las preferencias visuales y en cierto grado el morbo del espectador.
Pero sucedía que, en los últimos años, la escasa producción del cine mexicano se había convertido en negocio de pocas rentas y acaso los espectadores eran los grupúsculos y cenáculos que asistían a las muestras. Si un filme provenía de una novela —como el soporte discursivo, por así decirlo— entonces la historia era ya un asunto conocido y venían los linchamientos al director y después pestes y más pestes a la cinta; la descalificación era lo de menos. El cultivado y minúsculo auditorio se prefería por la versión del escritor que la del cineasta.
En la actualidad, tras las excelentes ganancias que recaudó en la pantalla grande la conocida obra de teatro Sexo, pudor y lágrimas (que en la ciudad de México tenía poco más de diez años en cartelera teatral), el público se dejó conducir a las salas de exhibición y abarrotó entradas. Eso dio confianza a los productores —¿y a quién no?— y en seguida los aparatos publicitarios funcionaron a medida de las exigencias de los espectadores de las urbes. Por fin la industria cinematográfica tenía de nuevo la sartén por el mango. Y claro, las historias ofrecidas tomaron sus propios rumbos: agresión, escándalos, asaltos, violencia física, sexo rebosante y un lenguaje cotidiano que aproximaron al habitante promedio.
Se acabaron pues las cintas estilo culebrón de Televisa en las que se ofrecía la historia de familias ricas, estupros y otras pasiones. Los productores viraron la temática y comenzaron a mostrar situaciones más cercanas a la mayoría poblacional. Mas no se trata de un cine enquistado en el cliché de la denuncia sino en el reflejo de las inquietudes. Y al parecer, el cine mexicano se coloca precisamente en formador de opiniones y moldeador de conductas, que a su vez es una de sus escondidas vocaciones: fraguar las mentalidades.