lunes, enero 16, 2006

Xalapa y narrar cuentos


Justo en esta ciudad, Xalapa, o para ser preciso, en la zona que configura su primer cuadro al que con pompa verbal y sin gloria física llamamos “centro histórico”, surgieron los primeros contactos de Mesoamérica con la cultura española. De los primeros encuentros, hace quinientos y tantos años, no se consignan hechos de sangre, que al fin era el denominador común de la conquista. Xallapan no tiene cabida en los relatos de crónicas más que al mencionarle como un sitio de clima benévolo o “vergel” (cosa exagerada, pues de uva hasta la fecha no conocemos más allá de la que consumimos exprimida y embotellada en espirituosos caldos). El de aquí fue un pueblo diminuto y como tal se quedó rabón en comparación a las urbes de la Nueva España.
Fue hacia 1720 cuando a merced de las envidias y trinquetes económicos de las casas comerciales de Veracruz y la ciudad de México, por real cédula se determina “que todos los géneros y frutos y dineros que condujese la flota deberían rematarse en la feria y no fuera de ella”. El lugar elegido para las transacciones es el pueblo de Xalapa. Un pueblo que apenas si censaba a unos setenta españoles y a población indígena. Obvio que por celo regionalista apuntaríamos que ya existía un convento franciscano, un hospital, una iglesia y otras edificaciones de las que sólo quedan los recuerdos. Lo concreto es que de la noche a los meses, el poblado transfigura su fisonomía en levantar barracas, acondicionar bodegas e improvisar los primeros mesones.
Aproximadamente fueron setenta años de gloria ajena, que para la rapidez de nuestros tiempos actuales equivaldrían a unos quince minutos de fama. Mas un portento si imaginamos las condiciones de la vida novohispana. Caminos tortuosos y la arriería como único elemento de movilidad para las mercancías. Pero en aquellos brillantes momentos de feria, todos los caminos de España, Guatemala, Oaxaca, Guadalajara y Acapulco conducían a Xalapa. Trajín por doquier, pregoneros que elevaban la voz para convertirla en gritos de los que se escuchaban las cantidades, las calidades y obviamente, los precios. A su vez, los ingleses subastando negros; los indianos negociando el lujo que suponía adquirir una arroba de pasas. Treinta y tantos días de mercado.
La conquista estaba consumada, la evangelización era un hecho, pero la cultura vivía sin duda en su etapa de mezcla final, aquel crisol de usos que ya perfilaba el alma criolla. Las mercancías que traía la flota eran variadas. Pero en la relación de 1724 aparece la cantidad de 787 “caxones” de libros y, por supuesto una gran cantidad de papel fino y corriente. Lo que significa que el criollo también leía y mojaba en tinta el cañón de la pluma para ir registrando las inquietudes de su acontecer. De lo que se leía constancia queda en una de las bibliotecas históricas más voluminosas del país, la Palafoxiana de Puebla.
Pero no queda duda. Aquel descomunal imperio cuya metrópoli estaba asentada en el Madrid de los Austrias y Borbones, tenía un nexo común desde las ciudades hasta los pueblos minúsculos o aquellos, como Xalapa, donde cada cuatro años sucedían las ferias. El vínculo que nos moldeó, fue el idioma, de Garcilazo a Cervantes. Esa lengua conformada de préstamos latinos, griegos, árabes y tantos más, se nutría también con la aportación de América hispana. No sólo llegó a Europa el sabor del chocolate, sino también la manera de decirlo.
Así, esta lengua que odia y enamora diariamente a unos cuatrocientos millones de usuarios continúa sus transformaciones. Es claro que España sin América y viceversa, deben comprenderse juntas a través de su unidad lingüística, pues compartimos desde gustos hasta sustos. Cada pueblo con sus propia historia, por supuesto, con sus respectivos mártires y villanos fundidos en bronce; de este lado los latinoamericanos tratando de enderezarnos, allende el mar los españoles en su intención de primer mundo. Pero al fin, el aprendiz de filósofo que dobla sus gafas en Salamanca, el pampero enamorado de la llanura, el decimero de Sotavento, el chicano que se frunce al sur de los Estados Unidos o el cantor habanero que se conforma con ver el oleaje desde su malecón y muchos otros, comprendemos este fragmento de León Felipe: “Hay réplicas exactas de todas las tragedias,/ discos fonográficos de todas las salmodias,/ y placas fotográficas de todos los naufragios./ Ningún cuento se ha perdido. Estad tranquilos./ Se sabe que el poema es una crónica,/ que la crónica es un mito,/ la Historia una serpiente que se muerde la fábula/ y el poeta doméstico el cronista del Rey el Arzobispo:/ el narrador de cuentos.”