
El lusitano José Saramago (José de Sousa, su verdadero nombre) es uno de los escritores latinos quizá más leídos en los últimos años, en parte gracias a la concesión del premio Nóbel de Literatura en 1998 y por otra, faceta menos conocida entre el gran público lector, a su activismo de corte social. Es cierto que a partir del “gran premio” sus obras han tenido una difusión justa, pero su estilo de escritura —que escapa al canon establecido de los puntos y apartes, los guiones para señalar cuándo empieza y concluye la intervención “hablada” de un personaje y otras aparentes minucias— lo convierten en un creador de partida doble que podría sintetizarse en una frase: poco diáfano y muy famoso.
Transcurrida la efervescencia del Nóbel sus novelas conocieron una amplia difusión en el mercado hispanoamericano del libro. Son las cosas que logra un premio, que se conozca a un autor de culto allende fronteras de los lectores exquisitos. Bien pronto los títulos comenzaron a circular y a ocupar un lugar de preferencia en los estantes de las librerías. La editorial Alfaguara, firme en su propósito de aglutinar a las plumas de mayor fama, pronto se adjudicó los derechos de sus novelas y con una estrategia que supera las trabas a que se enfrentan los productos culturales, logró hacer del portugués a un personaje reconocido e incuestionable... las falacias del poder que confieren los medios se cumplió en Saramago, a partir de su “estallido” cualquier declaración de su parte era tomada a pies juntillas.
Pese a que su estilo no es muy cristalino, la mirada social que aborda en sus historias le han creado un sitio apreciable en la república de las letras. Pero la fórmula del éxito comienza a ejercer presión y en sus últimas tres novelas los planteamientos —el estilo es incuestionable— son muy semejantes; se parte de un hipotético caso que afecta a la población de todo un país y se desglosan las consecuencias que acarrean; aderezadas, sin duda, con historias que se convierten en “periféricas”, pues el eje central o temático es un aparente mal que al fin encuentra remedio. Muestra palpable son sus ensayos, sobre la ceguera y la lucidez; punto de partida bien definido en las dos obras es ponderar la situación de: “¿qué pasaría si...?” Bueno, también ocurre con La balsa de piedra, Historia del cerco de Lisboa.
Las intermitencias de la muerte (Alfaguara. 2005) no escapa a la ecuación. Claro está que se debe tener la disciplina del oficio y la genialidad del galardonado escritor para soportar en 274 páginas la precisa anécdota que de que a la “muerte” (sin mayúsculas) se le ocurre no llevarse a nadie a partir del día uno de enero, en un país. Con esta historia Saramago obliga a recapacitar sobre el tema de la seguridad social, los hogares para ancianos, los hospitales y todas las instituciones públicas y privadas que, sonará a perogrullada, no pueden escapar de la muerte.
“Las religiones, todas, por más vueltas que le demos, no tienen otra justificación para existir que no sea la muerte, la necesitan como pan para la boca” (p. 45). Siete meses en vilo durará la pesada broma que juega la muerte, que tras decidir poner su guadaña en marcha se conforma con enviar sobrecitos color violeta a quienes está muy próxima su hora. Caray, es una galantería de la pálida dama recibir un aviso de que su visita está a la vuelta de siete días. “... siete meses, que fueron tantos los que duró la tregua unilateral de la muerte, se fueron acumulando en una nunca vista de espera de más de setenta mil moribundos...” (p.141).
Pero será a partir de la página 174 donde inicie la historia “periférica”, cuando ya la muerte se ha reestablecido en aquel país imaginado. Una fábula que remite al filme de Ingmar Bergman, El séptimo sello (1956), donde el cineasta recrea la partida de ajedrez que sostiene la Muerte con un caballero que regresa de las cruzadas. En la novela de Saramago no habrá piezas blancas y negras, sino música y una relación que atormenta a la mujer que la mayoría de las culturas llega a reconocer como la muerte, ella y el violonchelista... a diferencia de otra comparación visual, ¿recuerda el lector la cinta del argentino Eliseo Subiela, El lado oscuro del corazón (1992)? en esta narración el músico jamás sabrá que la que mujer de quien se ha enamorado se trata, justamente, de un esqueleto que ha tomado la forma más bella, la de una chica de 36 años.
“Realmente, no hay nada en el mundo más desnudo que el esqueleto. En vida, va doblemente vestido, primero con la carne con que se tapa, después, si no se las quitó para bañarse o para actividades más deleitosas, por la ropa con que a dicha carne le gusta vestirse” (p. 191).
Dos libros en uno, o una novela dividida, Las intermitencias de la muerte se trata de una buena lectura que confirmará la calidad literaria de Saramago, para sus seguidores o que dejará un buen, aunque raro sabor de boca a quienes apenas se aproximen al lusitano.