
“Quiero dejar escrita una confesión, que al mismo
tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren
a un hombre les ocurren a todos”.
Jorge Luis Borges
(fragmento)
El ensayo concluyó con el sabido retardo de casi dos horas. Cuando el director de la obra dio la orden para retirarnos, las luces de las diablas estaban tan calientes que salía humo de los cables y el cenicero de Álvarez a punto de no soportar una colilla más.
Puri me llamó al fondo de los camerinos para advertirme sobre no faltar a la junta que los actores, a espaldas de Álvarez, habíamos planeado. Y se trataría más bien de una reunión para comentar algunos incidentes del montaje, no era una especie de congregación de inconformes para conspirar o poner en duda la autoridad de nuestro director, Álvarez, lo he dicho. Él, a pesar de sus borracheras y picardías fungía ante nosotros como un tipo brillante, o al menos así lo asumíamos, sus actores.
Lo conocí a partir de un taller de expresión corporal al que había asistido, durante mi estancia en la escuela secundaria. Yo cursaba el segundo ciclo cuando la profesora de Español propuso montar una obra de teatro para representar a la escuela en un concurso. Claro que el anzuelo fue de los más eficaces, o el clásico que emplean los mentores: <
Con aquella promesa, que sonó a cielo, nos convencieron a más de ocho y una tarde lluviosa nos encontrábamos frente a nuestro flamante instructor: un sujeto extravagante, ataviado con una ridícula bufanda de seda verde, que pendiendo desde el cuello le llegaba hasta las rodillas y enfundado en una gabardina color azul índigo. Sus botas, de tipo vaquero, eran de piel de cocodrilo (auténtica) pero mal lustradas. Fumaba cigarros negros y por cada tres palabras carraspeaba para hacerse una rápida limpieza de las flemas que le obstruían la garganta.
—Capullitos— dijo solemne y amariconado, —lo mejor es que trabajarán bajo mis indicaciones, lo peor es que eligieron estar aquí, con-mi-go. Vienen a gastar energías, a dar lo mejor que tengan para no quedar en ridículo frente a un juradito. ¿Entendido?
No respondimos quizá porque se nos mezclaba el sentimiento de miedo y burla. Por supuesto. Ver a ese tipo flaco, largo, ojeroso, peinado gracias a mil tarros de vaselina encontrados en la botica y unos cuatro años mayor que nosotros, era también de risa. Se dejaba un bigotito que apenas si comenzaba a poblársele y eso lo convertía en una suerte de títere cruel: la malicia disfrazada de carcajadas.
Pero nadie habló y sucedió igual en el tiempo tan breve que transcurrió en montar el fragmento de un entremés del Siglo de Oro. Los actores teníamos vedado el derecho a opinar, porque según Álvarez éramos unos “capullos” que de vida y amores sabíamos bien poco. Y entre sus escepticismos, taquicardias imaginarias, pasiones tormentosas y arranques de inspiración, al fin logramos estrenar.
Es del todo cierto que sigo trabajando para la compañía de Álvarez por el resultado de nuestra obrita escolar: primer lugar en el concurso regional. Aplausos, felicitaciones y envidias fueron el saldo de nuestro premio. Dos o tres, que durante la preparación optaron por el destierro voluntario, al enterarse del resultado fueron a implorar su perdón, y él, como Dios, perdonó.
Cirros y claveles de admiración (para decir que del cielo al suelo) cayeron sobre algunos de nosotros y por eso lo seguimos, así tan confiados, sin pensar otra cosa que era lo correcto ir tras del hombre bajo cuyas indicaciones triunfamos. No importaban las ofensas o ridiculizaciones públicas siempre y cuando el látigo del director se estrellara en las espaldas nuestras por el bien de la obra. Del arte mismo. Siempre el lema de Stanislasvky: “Amar al arte en sí mismo y no a sí mismo en el arte”. Cabecera de nuestro catecismo.
Cinco años después y con una lista de giras poco venturosas, no mirábamos el futuro prometido: la vía de estrellato. No. Continuábamos en el taller de Álvarez haciendo a veces pantomimas bobaliconas que representábamos en parques y plazas cívicas. El montaje del triunfo no llegaba aún y era cuestión de armarse con paciencia. La desesperación jamás nos llevaría lejos. Nada de presionar a nuestro director para que se animara a decirnos que al fin montaríamos algo con más forma, con mayor rigidez escénica.