lunes, febrero 06, 2006

Impertinencias


(fragmento)
María de los Ángeles nació en el año setenta y siete. Aquella mañana gimió con un llanto similar al de todos los llegados a este mundo, mientras afuera, pero enjaulados, tres periquitos australianos canturreaban bajo el sol. Marzo veintiuno fue el mejor día para desdeñar el vientre materno, esa bolsa en la que fue colocada y desde la que medio veía las imágenes del mundo materno.
El sitio de su arribo fue un rancho, el lugar donde enterraron su ombligo y rociaron, en forma de cruz, con agua bendita y de rosas para después lanzar una semilla de calabaza al hoyanco hecho en la tierra aún caliente, porque en los tarros de los cereales no encontraron más que eso. Sería porque, caprichosa desde entonces, pidió nacer justo cuando la camioneta Ford encendía el motor para ir al pueblo a surtir la despensa, y la madre no alcanzó a sentarse en la cabina sino a rogar le trajeran a Lucrecia, la partera.
Lucrecia llegó cuando la mujer ya estaba acostada y con las piernas abiertas, pero le ayudó a bien parir y luego lavó a la niña con una cocción de catorce hierbas, la alzó entre sus manos y le cantó lento: A ti, Celestial Princesa,/ Virgen Sagrada María,/ te ofrezco desde este día/ alma, vida y corazón./ María cuyo nombre/ como conjuro santo,/ ahuyenta con espanto,/ la saña de Luzbel./ Escríbeme en el pecho/ tu nombre omnipotente,/ porque jamás intente/ aposentarse en él...
La persignó y la entregó a su madre, quien un tanto falta de creatividad no dudó en llamarla María... “¡De la chingada!”, dijo el padre cuando se enteró del nombre y de que su primera muestra de virilidad era niña. “Se va a llamar de otra forma y si fue mujer pues que le agrade a mi mamá”.
Ángeles Corona Benítez, casada con Eladio Ticante Montalvo, llegó a las cercanías de Papantla una tarde de mil novecientos cincuenta y tres para instalarse en una casa típica y contemplar cómo, treinta años después, los petroleros les deslindaban catorce hectáreas y pagaban la expropiación de El Pitirico, que había sido reducido a tres. Después la familia enfiló la diáspora al pueblo, Papantla de Olarte, a sus calles empinadas y a medio empedrar, a beber el amasijo que las indias totonaca hacían con la masa, el cacao y la vainilla; a comer el zacahuitl: tamal de muchas carnes y aderezado con chiles curtidos en vinagre. Año con año fueron a esperar la fiesta del Corpus Christi. Al lado de la casa de los abuelos, María de los Ángeles escuchó todas las posibles historias de brujas, tepas, naguales, chaneques, aparecidos y decapitados. Se deleitó con las narraciones de una india, Eufrosina, y también aprendió de ella el secreto de las hierbas.
La abuela Ángeles cortaba, cada mañana, un manojo de manzanilla que mezclaba con el anís, para hervirlas y aplacar las flatulencias del viejo Ticante, inmenso indio gordo y de gran bemba amoratada. Indio respetuoso que sólo profería palabrotas en la lengua de sus ancestros y jamás en castellano. Indio gotoso que renunció, desde su juventud, a la dieta equilibrada y nada más comía abundante carne de cerdo con enchiladas de pipián: tortillas remojadas en salsa de semilla de calabaza, dobladas de la olla al platón. Sólo bebía cerveza porque una buena curandera se la había recetado, para evitar encantamientos innecesarios; cerveza de botella escarchada, recién sacada del congelador, fría a más no poder la garganta y, de la cual, María de los Ángeles se había convertido en devota de guardar las corcholatas.
Guardaba los pequeños discos de lata en un cajón de madera, que era su cofre mágico, al lado de fotos viejas, almanaques pasados, notas del recetario de la tía Adelina, recortes del periódico de Poza Rica, listones, pasadores con todos los motivos elaborados en migajón y un muestrario de retazos de encaje, que eran, en conjunto, su patrimonio.
Su historia familiar estaba condenada a la oscuridad de sus recuerdos, pero cuando llegaban los calores intensos de mayo, todos los objetos salían uno a uno a asolearse en las baldosas del patio. Allí mismo, sentada, bajo lo que hubieran sido los fugaces aguaceros de septiembre, María de los Ángeles conoció al otro país sobre las piernas de su abuelo. El viejo Ticante la encaramó sobre sus rodillas y con un álbum de historia patria entre las manos le explicó desde el establecimiento de los mexica en su muy ansiada Aztlán hasta la época revolucionaria.