
Subsiste la idea generalizada de la escritura como un proceso que requiere de “inspiración” para efectuar un “vaciado de ideas” y así lograr manifestar al lector uno o varios pensamientos. Actitud errónea cuando por estudios hechos al siglo XIX han demostrado que la inspiración acaso fue la compañía de la leyenda del escritor romántico, cuya rémora fue la triada de una patria en guerra, un amor imposible y una enfermedad incurable. Otra estimulación de receta facilona corresponde a los manuales de redacción, cuando desde sus prólogos disponen con una alegría disparatada que la capacidad de escritura obedece quizá a tres constantes: concisión, claridad y sencillez. Brabuconadas de los autores de “hágalo usted mismo” aunadas a los alardes de sus editores.
Quizá recurrir al testimonio de los escritores funcione más bien como referente, cuando no como el hallazgo de las palabras claves. Acaso el punto obligado es Aristóteles. Después Lope de Vega, en su Nuevo arte de hacer comedias proponía las estructuras a que se debía atener cualquiera que buscase su estilo... y quizá su fama. Goethe, en su momento, propuso que la escritura tiene demasiada relación con la respiración de cada individuo; su prueba y consejo máximo estribaba en leer en voz alta cada párrafo. Prueba de oído la suya, pues aquello que se escuchase raro debía ser eliminado, sin contemplaciones. Stendhall agregaría que bastaba con escuchar hablar para darse idea de la forma en que su interlocutor escribía. En el siglo XX, la idea de la página en blanco vista como la enemiga del escritor fue causa de tormentas y cientos de tratados, más para hermeneutas que para ansiosos. En la actualidad, de Juan Rulfo disponemos los facsímiles de algunos de sus cuadernos de trabajo, donde se advierte una escritura apasionada, retentiva, atormentada por hallar la idea exacta. Por su parte, Camilo José Cela menciona que se trata de oficio y habrá que hacerlo, que sin en una de aquellas horas atrapa la inspiración, pues habrá no menos que aprovecharla.
Y pueden llenarse infinidad de líneas con las recomendaciones y consejas, arrebatadas al tiempo, preservadas. Mas una de las reglas de oro, si es que en la escritura existen, continúa siendo la lectura, como fuente única de los modelos discursivos. Por supuesto, que la segunda veta corresponde a la escritura misma, a su práctica y ejercitación constante.
Cierto es observar la aplicación adecuada de las reglas gramaticales, sintácticas y ortográficas. En absoluto, ninguna novedad literaria ha surgido por el desconocimiento de estas formas sino todo lo contrario; movimientos y escuelas son trabajos colectivos que si bien son atribuidos a sujetos particulares, ellos corresponden al esfuerzo de los siglos, a la historia misma de la literatura.
Es la necesidad de comunicación lo que orilla a hombres y mujeres a la búsqueda de nuevas formas que pretenden insertarse en el uso lingüístico que cada época y espacio imponen en los usuarios de la lengua. No más. De manera contraria por demás estaría leer y escribir muchos menos, cuando desde los salmos atribuidos a Salomón pregonaban que nada nuevo existe bajo el sol. Así, cada día, en cada sitio, donde la humanidad persiste, la necesidad de entrar en contacto con el otro es la base de toda función social.
Un escritor es sus libros, decía Cervantes. Y razón le asiste cuando nos percatamos de que cuanto expresamos es producto de un aprendizaje, obtenido a través de una socialización.
Con la sorna que lo caracteriza, Sergio Pitol ha expresado que al inicio de la escritura, el aprendiz semeja lo mismo que un mono de cilindro. A la música que le toquen baila, pero es todo inicio, expresa. El estilo propio no será más allá del ensayo y error constantes, a veces pletóricos y conscientes, otras veces pausados, estudiados, sigilosos. Así, abrevar en las fuentes no es fortuito, es observar y practicar lo que otros han realizado.