
El cura del que yo fui monaguillo gustaba de explicar a sus feligreses los orígenes y el significado de las fiestas religiosas y los sacramentos que impartía. Aunque desde mi sitio —a un lado del oficiante, en el altar— podía observar los rostros de los asistentes, aburridos unos, despistados otros, quienes en verdad no estaban muy ansiosos de informarse por el motivo que los llevaba hasta allí. Digamos que les urgía santiguarse, darse sus golpecitos de pecho, repetir el padrenuestro y formarse para recibir la hostia consagrada, tan tan, el asunto se terminó, Dios los bendiga hasta la siguiente ocasión. Cuando la celebración iba más allá de una misa normal o que es lo mismo escribir: cuando debíamos hacer que las campanas repicaran fuerte, los creyentes atiborraban el templo y mi cura desistía de sus intenciones pedagógicas. Los gentíos lo contrariaban, y mucho
La época de esplendor eclesiástico y buenas limosnas comenzaba sin duda el miércoles de ceniza. Casa llena. Todos querían un embadurne de lodo-ceniza (ya que por entonces se mezclaba con agua) en el centro de la frente y andaban airosos por la calle, mostrando al mundo que habían cumplido con el primer requisito, asistir a la iglesia y comer pescado. Que muchos, el día anterior, hubieran experimentado de la fiesta de la carne un verdadero acontecimiento, no importaba; ya Mircea Eliade nos ha mostrado que lo sagrado y lo profano fundan dos modalidades de estar en el mundo. Y después de los carnavales, donde todo se vale, escuchar la temible resolución: “Polvo eres y en polvo te convertirás”, obligaba, de alguna forma, a recordar la fragilidad de la condición humana. “Todos expiran y retornan” se lee en el salmo 104.
El simbolismo de la ceniza, en el rito católico, es el siguiente: Condición débil y caduca del hombre, que camina hacia la muerte; Situación pecadora del hombre; Oración y súplica ardiente para que el Señor acuda en su ayuda y Resurrección, ya que el hombre está destinado a participar en el triunfo de Cristo (folleto de información). Y de aquí ocurrirán cuarenta días, una tregua que se impone el hombre mismo para mudar la condición pecadora de su espíritu o sufrir los abusos en el alza de precios de los alimentos considerados como apropiados, o buscar las dietas emergentes para lucir el traje de baño en la playa o simplemente encerrase en discusiones bizantinas sobre el deber ser.
Para quienes ven en estas festividades el inicio de un camino de purificación, el sacrificio por el que pasan es tan válido como para aquellos que dudan en compartir el sentimiento religioso. Los simbolismos cambian y los valores, en la actualidad, son impuestos al margen del clero; los conservadores recalcitrantes no pueden apostillar que el camino al infierno está tapizado de incrédulos. Pero si consideramos que México es un país constituido por aproximadamente cuarenta millones de pobres y que de ese “universo” el setenta por ciento es una población que tiene por religión a la católica, debemos evitar a los curas estancados a la vieja usanza, que muelen y muelen con ideas como el ayuno y la penitencia, que en lugar de evangelizar, atemorizan. Porque también es cierto que uno de los lastres de la pobreza es la ignorancia.
Dios nos libre de los abusos, con penitencias o sin ellas. Recordemos que uno de los factores que desestabilizaban a este país durante el siglo XIX —antes de la Reforma juarista— descansaba sobre la influencia que la iglesia católica tenía en la población. Por eso los caudillos tenían que negociar sus entronizaciones con la jerarquía eclesiástica, pues una diatriba del púlpito daba al traste con cualquier arenga en la plaza pública. Por fortuna esto ya no sucede, ¿o sí? De todas, si de consumir productos de mar se trata, habrá que recurrir al refranero y constatar lo que decían los viejos: “El que quiera comer pescado que se moje el culo”.