
El cine, como un lugar de reunión, siempre ha sido y será marco de memorables acontecimientos, a pesar de que las poderosas cadenas de salas de exhibición se han olvidado del gran público, ese que le dio el verdadero sentido de un espectáculo de mayorías. También a pesar de que los precios hacen de las hermosísimas y cómodas salitas un lugar donde la entrada es cada vez más prohibida; la venganza del indio es consumir piratería —¿quiénes nos libramos de poseer un DVD de dudosa procedencia?— y la del indio con pretensiones burguesitas es meter a hurtadillas generosas dotaciones de golosinas. Porque desfalcarse en la dulcería de la entrada resulta a veces tan arriesgado como prometerle el viaje a Disneylandia a un niño con buena memoria.
Para quienes aún gozamos de las multitudinarias salas, de las pantallas gigantes (ahora los muy jóvenes creen que son inventos de los museos interactivos), de las colas infinitas para asistir, el domingo, al estreno de un peliculón; para quienes nos tocó respirar el humo que producían los fumadores, los aromas desde perritos calientes bañados con mostaza hasta las tortas de mole, entonces sí que entendíamos el significado de ir al cine. ¿Recuerdan? Se trataba de salas con capacidad hasta para dos mil quinientos espectadores, eran “auditorios” inmensos que incluso podían tener niveles, porque hasta en el cine hay clases sociales; nada de igualar a la plebe con la gente decente, con sus pulgas a otra parte. ¿Quién ha ido a una salita VIP?
Se trataba de lugares atiborrados, los fines de semana y créanme o también recuérdenlo, me tocó ver a personas que llevaban sus propias novelas para leerlas durante la función. Y no piensen ustedes que les hablo de Dostoiesvski o al menos del Gabo, no señor: el libro pasional, o los vaqueros, o el policiaco, o Kalimán, o el Pantera... esto da como para escribir una entrega dedicada a esa tan entretenida lectura. Pero sigamos con el cine. Supongo que eran más interesantes las tramas en el papel que las mostradas en la pantalla. Porque hay que mencionarlo, el cine era también un magnífico pretexto para los melancólicos, los aburridos y ¿por qué dejarlos afuera? hasta para los perversos...
Como eran las tandas que aguantaran las nalgas por un boleto, uno tenía la oportunidad de huir de la lluvia o del tedio si habían unas monedas de sobra, ¿le gustan de 12 a 8 horas de exhibición continua? Permanencia voluntaria, qué frase tan redonda, tan bien formada. Uno se daba el lujo de llegar a cualquier hora y como los mexicanos somos tan “chingones” (que el gober precioso nos comparta) le entendíamos a la película así fuera a la mitad o a punto de finalizar. Total, de las dos cintas que normalmente se proyectaban, uno podía disfrutarlas por pedacitos y largarse a la hora que fuera. Y claro, en aquellas inmensidades y bajo la envolvente oscuridad, pululaban los perversos.
¿Lo dejamos aquí para continuar en la siguiente entrega? Usted decida...