
(fragmento)
Aunque Miguel hubiera deseado solucionarle el problema, no podía hacer más. Pero se le ocurrió que podría ayudarlos La Cebra, un exótico y estridente homosexual dueño de un cabaretucho; sin embargo, les hacía falta una prenda, algo que valiera al menos el doble de la cantidad necesaria.
El muchacho piensa en un pañuelo guardado bajo una tabla de la duela de su cuartucho; piensa en los dobleces de la seda y en la hebra de lana que anuda el envoltorio; desde allí contempla el reloj de oro que perteneció a su padre –que antes fue del abuelo, un ferrocarrilero–, que ahora es la herencia de las generaciones. Sabe que la maquinaria suiza está impecable, con sus veintiún joyas y su carátula nacarada. Sí, tomar la medida del tiempo y el peso de los recuerdos para salir de ésta, coger la memoria para saldar las deudas adquiridas en el presente inmediato, más o menos. Hurto a la tranquilidad familiar para regalar un suspiro a la intranquilidad individual. Será tan fácil como pensar rápido, anhela.
Miguel espera a las afueras de la casa de cal y canto, escucha el ruido de pasos andando las escaleras de fierro, los gritos de una hermana que acusan al amigo de borracho y el silencio. La espera.
Miguel se impacienta por la tardanza y chifla una clave que entre resoplidos y humo de cigarro significa: apúrate. Las luces de las casas no son comunes ya, algunas se apagan. El muchacho se asoma desde la azotea y le hace una seña. “Apúrate, cabrón”, le ordena.
“Te amo siempre”, se dice él cuando va sacando, una por una, las tablas de la duela. “aunque me lastime”, se repite cuando una astilla de la madera podrida se le entierra en la yema del dedo índice izquierdo y una gota de sangre mancha la seda amarilla. “Hasta que lastime”, repite al acomodar de nuevo las duelas, sin hacer el menor ruido, sin que los inquilinos del piso anterior se enteren de los embutes, o las soluciones.
Contempla su reliquia, anda la cuerda... ¡sirve! Las manecillas marcan la misma hora que el reloj de la catedral, que el medidor del tiempo del pueblo que vigila desde lo alto, que la cifra que determina todos los pulsos. Aún brilla la aleación de plata con oro de veinticuatro quilates; brilla como la esperanza resuelta, relumbra con el orgullo que un hombre en el taller de Berna (donde de seguro comprobaron la calidad de la maquinaria) se dio por satisfecho con un trabajo concluido exactamente hace cien años.
Ruido de pasos por la escalera de fierro, desandares. El muchacho se enfrenta a la calle y a la impaciencia de Miguel, pero todo está casi resuelto...
Reanudaron la marcha sin decirse mucho. Del viejo centro a la zona roja. La noche era fría, pesada, lenta. Noches de pueblo crecido sin organización, capricho de la sierra y del constructor. Subieron calles empedradas y sólo los perros salieron como hechizos de los terrenos baldíos, los lomos encrespados, dos o tres ladridos; una piedra que los azuza y listo, el camino libre para continuar. Caminan a la zaga de un drenaje al descubierto y la fetidez los obliga a tapar sus narices. Miguel se detiene para anudar los cordones de sus zapatos y el muchacho pasa su mano por la frente, una mugre viscosa se adhiere a las mangas de su camisa. Ve el cielo, arriba, lejos, inalcanzable. Las estrellas parpadean con timidez y una luna menguante a veces se deja ver y otras se difumina por la niebla. En el horizonte se adivina la serranía, por las rancherías, porque desde allí el lucerío, chiquito, regado, se suma a la altura de las estrellas que parecen suspenderse más bajo. ¿Qué hay después de aquí?, piensa.
En la carretera federal cercana, un autobús rueda, su motor brama, va con destino a Iguala y los amigos lo ven alejarse a través de las curvas y desesperan, sufren por no ir a bordo. Continúan el recorrido, ya están próximos a la zona de tolerancia, la música de los reproductores ya les inunda los oídos, Miguel se agacha para verificar que entre su pantorrilla y el calcetín permanezcan los billetes que prestará. El muchacho se da cuenta y vira para hacer con los dedos la señal de la cruz y persignarse, para dejar caer sus párpados y sentirse fuera.
Un perro lame los restos de un vómito desechado en el umbral sombrío de la esquina del tugurio. Miguel se anima al ver las formas de una de las putas que trabajan allí, porque es joven. En una calle perdida yacen estacionados, carros, traileres, camionetas de carga. Adentro el ruido de los ebrios: gritos, música a todo volumen, risas.