viernes, febrero 24, 2006

Marín y la peste imaginaria


Rodeado por la seguridad de su falso resplandor y los doce cancerberos que ahora tiene a su servicio, el gobernador Marín sabe que enfrenta el síndrome de la “peste imaginaria”, los que pretenden seguir apareciendo en las fotografías oficiales le huyen y sólo sus presidentes municipales —que pertenecen a su mismo partido político— tienen que demostrarle cierta lealtad. Eso se supone que se hace cuando uno del equipo cae en desgracia. En términos normales, al acontecer la fatalidad, no queda otro remedio que ofrecer ayuda, que en palabras cristianas podría comprenderse como caridad y en lides de la administración pública como solidaridad.
Sin embargo, la misma palabra “fatalidad” es un término que conviene emplear sólo al equipo del gabinete poblano que se ha replegado en torno a su gobernador. La desgracia de Marín crece en la medida de su cinismo, que es irreversible y para que se cumpla el requisito del auxilio, antes debe presentarse el arrepentimiento; otra palabreja que nos lleva a pensar en los calcos de una cuestión moral. Lo cierto es que el señor hace oídos sordos ante las turbulencias que suceden a su alrededor, porque no se trata únicamente de los “audios” sino de lo que están desatando. Es decir, si aquellas charlas telefónicas hubieran ocurrido entre puros fulanitos de tal, el asunto no habría pasado de allí y esta es precisamente una advertencia o la moraleja para los gobernantes: cuidar lo que se dice y lo que escribe. Que de por sí ha sido puesta en práctica, pero tal vez los caciquismos hacen olvidar.
El problema es el veto, esa pretensión de hacer callar a las voces que se levantan. Es cierto que la vida privada no tiene razón para mezclarse con el ejercicio público, pero cuando las prácticas lesionan a otros individuos o a la sociedad, por mera lógica, hay un tránsito vertiginoso que puede conducir al delito. En sí, el escándalo ya está hecho y en un año decisivo para el futuro del país es obvio que se tienda a la politización del asunto, a las marchas en contra —dudo que alguien en su sano juicio se quiera aventar “a favor”—y que la población en general se divierta con las estupideces que promueven algunos canales televisivos en sus barras de entretenimiento.
Una hebra fue la que nos llevó a la madeja y si la responsabilidad de los comunicadores es informar a la población, también abarca explicar la razón de por qué se trata de un asunto tan delicado. Asistimos a un tinglado donde la chanza y el lenguaje van ganando territorio y opacan las verdaderas consecuencias de la corrupción, de la inequidad y de la falta de integridad. De no ser por, ahora sí, la fatalidad en la mina de Coahuila, este país seguiría insistiendo únicamente en el preciosismo que lleva pegado en la punta de la lengua y alentado, por supuesto, gracias a los payasos que se disfrazan de políticos. ¿Dónde están las críticas responsables? La batalla se está librando en los medios que ventilan las desavenencias de los admirables sinvergüenzas; los diputados federales priístas se ponen el tapón en la boca o se desgarran las vestiduras; Mario Marín Torres está permitiendo que el tiempo pase y si la justicia echa su verdadero peso la cloaca se abrirá. A menos, claro, que el señor gobernador quiera irse solo y no embarrar o delatar a secuaces.
Que si Lydia Cacho escribió y es “una vieja cabrona”, no queda minimizado ante la prostitución infantil, ante el tráfico de influencias y otros enjuagues. Ahora sólo esperamos la acción de la justicia, y de momento pues todos somos preciosos, héroes, chingones, papás, reyes y morimos de ganas por tomarnos unas botellitas de doce años de añejamiento, aunque tras paladearlas quede en los labios un resabio a Ministerio Público. Lo bailado, ¿quién no lo quita?