martes, marzo 14, 2006

Circo, maroma o libros


Cuando mostré a ciertos alumnos el material que deben leer para un curso, las muecas de insatisfacción o de hartazgo se dibujaron en sus rostros; claro, ninguno peleó, no les quedaba de otra. Pero la experiencia enseña que no faltará aquel con madera de líder que después de la sesión y como no queriendo la cosa se acerca para aclarar ciertas dudas acerca de la bibliografía obligatoria. Pero está demostrado que esos atrevidos no se juegan las cartas completas, no; buscan un encuentro casual en el pasillo y se cuidan de que el resto de sus compañeros no vea: 1) el desaguisado que les hará el profesor, o bien 2) su triunfo sobre un necio que piensa que sus alumnos están a otra cosa distinta que a preparar su partición en clase. Por cualquiera que fuera el resultado soy de aquellos que no se esperan nada el día 15 de mayo.
Convenimos, el líder y un servidor, en que cuatro títulos apenas si trataban de resarcir las cifras de que los mexicanos leemos un promedio medio libro al año. Cuando la concordia se había hecho presente, el muy chistoso me comentó que por el seguimiento que ha realizado a las campañas electorales, se ha percatado de que ninguno de los candidatos a la presidencia de la república hablan de libros y que, ojo, alguno, por lógica, debía ser el presidente. Eso no permite dudas, por supuesto. Traté de escabullirme al expresarle que si él leía unos veinte ejemplares al año valdría en peso intelectual lo que cuarenta mexicanos juntos y ya con esas cifras, ahora que están de moda y tanto pretenden decidir, quién le decía que siguiendo el caminito no llegaba a fungir en el cuerpo de asesores.
Más tarde comenté la anécdota con otro profesor, que por cierto me lleva muchos años de ventaja. Él aderezó la charla al platicar que crisis de lectores hay desde que era estudiante en lo que hoy equivale al bachillerato: “Burros y genios existirán en todas las épocas” decía entre risas y luego añadió, “espero que algún día conozcamos a un genio”.
Lo cierto es que ahora competimos con la rapidez que propician los medios de comunicación, que los alumnos, por muy jóvenes que sean, pueden estar atendiendo a demasiados intereses menos a la estupidez. El lío es que los otros, los maestritos siniestros, debemos encontrar los motivos para que los alumnos comprendan que invertir diez o quince horas en la lectura de un libro no es perder el tiempo, sino ganarle un buen trecho a la carrera de la vida. A ver, yo me pregunto en este momento de qué le servirá a un futuro ingeniero enterarse de que en la mente de alguien nació Gregorio Samsa, el desdichado empleado que una mañana despertó transformado en un bicho y que para colmo de males se le ocurrió al sin par Franz Kakfa. Y sin ánimo de embrollarme en discusiones sin fin, creo que puede ser útil en la medida que se muestre que la mente todo lo puede.
Es muy probable que propiciar un contacto con el libro nos lleve a echar mano hasta de la enciclomedia de Fox (otro burro a quien se le atribuye el invento del programa). Pero ojalá los profesores no perdamos de vista lo que Ryszard Kapuscinski nos advertía desde 1999: “Es necesario que entendamos que los jóvenes nos escucharán sólo con la condición de que nosotros les escuchemos a ellos y de que sean ellos los que nos inviten a hablar. La clave de todo está en el interés recíproco. Si no nos damos cuenta de esto, los jóvenes seguirán venciendo, porque el futuro es de ellos y los más viejos seguirán prisioneros en su propia ceguera”.