
No es preciso que diga lo que en el país sucedía durante 1919. Me acuerdo porque siempre me lo ha platicado: que él nació cuando Venustiano Carranza aún era el presidente de la república.
Cuando más joven me acuerdo de su cara por las fotos, de sus manos flacas y talludas, de su color (ese que toma la canela al momento de haberse cocido junta a una infusión de hierbas), de sus palabras, de sus consejos.
A su lado aprendí nombres tan chistosos como graves, desde Caralampio de la Tronera hasta Felipe Ángeles y Doroteo Arango. Fue, por tanto, mi mejor y más directo maestro de historia patria no autorizada. Me heredó sus recuerdos, sus libros, el recuento de vida, de sus varias décadas, desde que fue huérfano, tendero, cobrador, fumador, marido, padre hasta abuelo.
Me inculcó una idolatría casi enfermiza a mi pasado, o al suyo más inmediato. Quiero a sus muertos por todas las palabras que a través de su boca animaron la existencia de lo que fuera su padre: eterno revolucionario. ¿Su madre? una viuda que encontró a la muerte en tanto untaba caucho a las piezas de manta que después convertía en mangas de hule. ¿Su mujer? una hembra visionaria que sacó a los hijos del rancho. Pero de todas formas, siempre que tenía dudas y requería el fragmento de una canción que se tarareaba durante los años treinta, él se encontraba dispuesto a responder mis infinitos interrogatorios. La maña de coleccionar libros se la debo. Y hasta creo, cada vez que escribo, que ese par de cristales antecediendo a mis ojos también se los debo. Es decir, son tantas deudas las existentes de mi persona a la suya, que no alcanza una cuartilla ni dos para recordar la paciencia y sabiduría que ha logró durante su caminar por las veredas de la existencia.
Estudió hasta el tercer año de primaria pero nunca se cansó de leer; hasta que un día, creo que bendijo al bisturí que alivió el dolor que le causaban las cataratas, pero maldijo, indudablemente, al cerro de revistas y novelas inmortales que ya no podría leer o volver a hojear. Cuando viejo, ciego y sordo, pasó los días en la mecedora de la sala o cuando estaba soleado, en la silla de la terraza. Ahí se quedaba, calculador, meditabundo, paciente, midiendo el terreno que nosotros creemos seguro porque sabemos por dónde pisamos.
U año antes de morir me reveló un secreto que, obviamente al decírmelo dejaba de serlo: recita, de memoria, los nombres de su parentela. Esto, podía ser cosa que los cuerdos juzguemos como el pasatiempo de un viejo loco. En fin, sería difícil que entendiéramos lo mucho que le significaba repetir esa letanía de nombres y fechas onomásticas. Es complicado pensar en que existe o queda el tiempo suficiente para dedicarlo de una vez por todas a saber quiénes somos.
Agustín era un anciano precavido. Atacaba a la muerte chapucera con una frase: “Sólo quiero ver que fulanito salga de la escuela y estaré listo para entregarle cuentas a Diosito”. Y la muerte no le alcanzaba; pero tal vez un día se olvidó repetir el conjuro y la calaca, la catrina, la huesuda, la parca, la fría... le trajo de regalo un cáncer de estómago que se lo llevó a al tumba, Desde entonces, para escucharlo, hay que cerrar los ojos.