
Cansada de fregar los pisos, de colar el café todas las mañanas, de acabarse los riñones planchando desde sábanas hasta calcetines, Hilda decidió que ya estaba harta de encargarse del servicio doméstico, hastiada. Nunca le preguntaron, sus muchos patrones, si había tenido madre, si algún día estuvo enamorada o ya de perdida si tuvo dolencias, gastritis, padecía de reumas, juanetes, o meras uñas enterradas. Nada. Era la mujer simplona de ojos recatados, trenza negrísima, cofia blanca y vestido azul que la eternizó en cuanta imagen se tenía de ella.
Mujer de precauciones, y con tal oficio ¿quién no? Pues la tal Hilda, a lo largo de su servicial vida, se formó un patrimonio monetario que bien servía para irla pasando más o menos, con una vejez sin lujos, pero a salvo de las primerísimas urgencias. ¿Qué podía ella, pedirle a la vida recién cumplidos los cincuenta años, cuando agradeció su último empleo y salió de aquella casa? Que decir “casa” es una minimización de la palabra, porque en realidad se trataba de una mansión, de esas típicas construcciones de político venido a más: piscina, jardines, pérgola, cochera para seis autos, puesto de vigilancia en el portón y hasta caballerizas. Gracias, licenciado, dijo y cogió una caja que antes había servido para los vinos franceses que el señor consumía, justo donde guardó las mínimas pertenencias que acumuló durante su vida.
Salió Hilda durante la tarde nublada del día de san Leocadio, sin que nadie atinara que era el de su cumpleaños número cincuenta pero el tiempo de su jubilación, o retiro; pues ella ni sabía que tales dádivas existen. Salió con una flor en la mano, un “ave del paraíso”, que cortó en un remanso del prado que precedía a la mansión del político. Ni se va a notar que falta, pensó ella. Y salió por vez primera a la vida del prójimo. La gente, así lo observaba, vestía pantalones vaqueros, trajes sastre, mascadas; se recogía el cabello con peineta y no con la red que ella utilizaba. Observó también que la moda, entre las mujeres, era mostrar los pies y cayó en la cuenta de por qué su última patrona sufría tanto cuando faltaba el hombre que le hacía la pedicura. Mucho chiste enseñar las patas, pensó ella.
Pero ahora, el mundo estaba a su alcance; tenía para sí, al tiempo; las mañanas libres, las tardes y la noche.
Y decidió que era momento de tomar lo que nunca: unas vacaciones. Y por ello, antes de regresar a la vecindad donde tenía un cuarto, se dirigió hacia una agencia de viajes en la que, tras atiborrarle el pensamiento con tantos catálogos de los destinos turísticos, optó por una semana en Acapulco. Siete días y seis noches.
No viene a caso narrar las odiseas del traslado. Basta con decir que desde el aeropuerto de la ciudad de México hasta los umbrales de la sala de recepción del hotel, Hilda rezó no menos de quince rosarios, con sus misterios y letanía incluidos. Justo allí, en la recepción, una edecán le entregó un ramito de flores a la vez que en la muñeca derecha, le fijaba una pulsera de plástico color azul. Hilda, atónita, se dejó llevar hasta la habitación. Pero al fin se quedó sola, tranquila y respirando bien hondo y mientras se desnudaba una punzada en el pecho le recordó que era demasiado tarde para cualquier iniciativa.