
Este se trata de un breve relato que cuenta las peripecias de un muchachito metido a músico y como el refrán de algo tiene que servir, pongamos que es verdad aquello que de poetas, músicos y locos todos traemos un poco. Y pues nuestro personaje no era la excepción, componía cancioncitas muy monas, útiles. Contaban, quienes le conocían, que desde chiquito le daba por hacerle versos a su maestra de primaria que, aprovechando las habilidades de quien a los años se convertiría en un cantautor, no desperdiciaba acto a la bandera, aniversario cívico o conmemoración cursi para encargar al Mozarcito (si Chespirito es un diminutivo de Shakespeare, de alguna manera tendremos que emular a este ingenio con Mozart, porque no suena muy bien: “Betoncito” o “Bachito”) aquel una pieza digna de interpretarse en cualquier huateque.
Los años fueron cubriendo de una fama bien ganada a Mozarcito —supongo que, aclarado el nombre, las cursivas pierden razón de existir. Noches de esfuerzo y machaca en el libro de español de tercer grado de secundaria, en el capítulo de rimas castellanas, le hicieron comprender que para componer monerías bastaba con numerar las sílabas e igualar, sumar o restar una, a agudas, graves y esdrújulas; el intríngulis de la poesía estaba resuelto para nuestro héroe. En el sur de Veracruz los decimeros lo practican incluso sin aterrizar en estas fastidiosas teorías, será por eso que a ellos nos le va tan bien.
Pero de la forma en que Mozarcito aprendió o no, sirve muy poco al caso. Con el tiempo (retomemos el rumbo del cuento) le dio por asistir a reuniones de caridad y abrir los bailes con una canción emergida desde sus mismísimos adentros. Por ejemplo, que si las integrantes de la adoración a la virgen del alfiler ensangrentado celebraban un dancing, allí estaba el chamaco, rásquele que rasque las tripas a su guitarra. Muy pronto llegó a actuar frente a verdaderas personalidades, como: el señor cura, la lideresa de los vendedores de agua de horchata, el vocero del sindicato único de merolicos y tanta pléyade de importantes potentados y damitas que los acompañan. Tanto bien a él le hacía bien.
Un día, en su barrio iban a celebrar el octavo aniversario de la pavimentación de la calle principal. Tras la junta de vecinos se llegó a la conclusión que lo importante era realizar una función especial, de esas de pipa y guante. No faltaron los oradores que iban a declamar poemas de Rubén Darío y Amado Nervo; los niños de la escuela primaria que preparaban coreografías, la muestra de bordado en chaquiras que hacían las señoras de la tercera edad y claro, la atracción final, un estreno universal de esos que sólo Mozarcito sabía componer. Aquello se llamaría “Loa a la cuneta y al pavimento”.
Y como nunca falta un pelo en la sopa, al señor cura se le ocurrió invitar a una ex habitante del barrio. Era una soprano que comenzaba en los pininos de las giras nacionales y aceptó gustosa a participar con una buena ronda de arias y cancioncitas del bel canto. La noche del gran evento llegó, pero cuando la mujercita comenzó a deleitar al respetable con una tarantela napolitana, los aplausos sucedieron tan lánguidos que el supremo consejo de festejos decidió salvar la ocasión para que Mozarcito cantara: “Bonita y preciosa mi barriada/ donde caminan las chamacas maquilladas/ y transitan los camiones de redilas/ sobre asfalto los camiones hacen filas”. Y bravo, bravo, se terminó la fiesta con un éxito sin precedentes.