
(fragmento)
Esta casa la heredé gracias a que murió mi madre, hace unos cinco años. Como no tuve hermanos y dado lo estrecho de la propiedad, jamás me vi enrollada en juicios, notarios y edictos. Como todo bien, al morir ella, Delfina Margarita Brambila, estos siete cuartos descascarados, un jardín donde habitan los gatos y una huerta deslucida pasaron a mis manos. Eso lo sabían las vecinas y el párroco de la iglesia del Santo Niño de Atocha, de quien mi madre era tan devota; al grado que fue de las personas más entusiastas para que en los proyectos de la vieja torre se incluyera un reloj inglés, grande, lucidor, capaz de regalar la hora a cualquier hijo de vecino con tal de que mirara al cielo.
La casa, a decir verdad, no puedo agradecérsela a mi madre. Ella también la recibió de sus padres, mis abuelos, y ellos a su vez del tendero Constantino, un tahúr que perdió en el juego de las cartas su última propiedad. Ésta. Que no se trataba más que de una cuartería donde , en los buenos tiempos, llegaron a vivir nueve o diez familias, amontonadas unas sobre otras, por supuesto.
Mi madre aquí nació, justo en este cuarto que domina la vista panorámica de la parte baja de Limoneros, nombre del barrio. Basta caminar hacia la parte del jardín para que desde allí se vea la hora que marca el reloj del campanario. Maquinaria que tan buena ha salido porque cada hora allí están las campanadas. Y que yo recuerde, en lo que llevo de vida, sólo unas dos o tres veces se ha descompuesto. Ese reloj es un orgullo para la barriada, porque como media ciudad está cundida de iglesias y a ninguna le falta un reloj en su campanario, la del Santo Niño de Atocha no podía ser la excepción.
Pero yo siempre estoy atendiendo a su hora. Me resulta mágico. En primer lugar porque todo él tiene que ver con mi existencia. Sus manecillas son dos fuertes brazos que van acariciando el redondel de la carátula y fue desde aquí, de mi patio, que aprendí a contar del uno al doce en números romanos. Sabía que durante el día, cuando sonaban las doce campanadas faltaba muy poco para que mi abuelo regresara del trabajo, en Hacienda del Estado y puntualmente, como el reloj, siempre llegaba a la hora de la comida con un chocolate para mí, dos coca colas (para mi mamá y la abuela) y un vaso de aguardiente que pasaba a traer donde la cantina del gachupín Emiliano. Mi abuelo, un hombre correcto a pesar de sus vicios, decía que más valía echarse un trago todos los días que una botella cada semana.
—Ay, papacito ¿y por qué mejor no le compramos un litro de fuerte cuando vamos por el gasto y aquí la tiene usted?— le preguntaba mi madre, siempre que nos acomodábamos en la mesa.
—Es mucha la tentación. Además, uno como hombre tiene que pasarse por la cantina para saber qué opinan los amigos de estos políticos tan hijos de la gran puta.
—Mijo, no digas esas cosas delante de la niña, mucho menos cuando vamos a tomar los sagrados alimentos— le rogaba mi abuela.
Él mandaba al carajo a quienes lo contradecían. Tomaba sus copas (porque del vaso donde traía el aguardiente jamás bebía, lo usaba como jarra para servirse en un caballito, como si fuera tequila,) comía y luego iba a su cuarto para dormir la siesta. Me aprendí ese ritual a la perfección y aunque no sabía medir el tiempo, al faltar quince minutos para las cinco, corrían a despertarlo porque se iba de regreso al trabajo.