viernes, marzo 31, 2006

Preparativos de fiesta


Gloria comienza a desvestirse. El espejo le devuelve una figura esbelta pero lánguida. Basta la aplicación de una crema para remover el maquillaje y la ayuda de pañuelos desechables que se impregnan. Colores ocre y terracota van quedando adheridos al olvido y se depositan en el cesto de mimbre que recibe toda la basura de la habitación. El silencio se interrumpe con un chasquido; emerge una flama y pronto el tabaco burley se convierte en cenizas. Por el ventanal se trasluce una luz violeta de la luna menguante que brilla tímida entre los nubarrones del puerto, los destellos chocan contra la loseta de barro y reflejan casi un cenit amarillento. Ella camina hasta el cuarto de baño, abre la llave del agua caliente y un chorro humeante impregna de ligero rocío a las grietas que el tiempo ha fabricado sobre el mármol. Después ya no existen los estragos del salitre, sólo agua aromatizada con aceite de sándalo y burbujas por todas partes. Enciende los pavilos de tres velas, cera roja para iniciar pasiones; amarilla para la esperanza y blanca para aguardar inmaculada acaso una gota de sangre...
En el armario cuelga un vestido de novia con pringas amarillas; con encajes manchados de vino tinto y setenta perlas adheridas al escote. Descansa sobre el perchero un velo exagerado, largo, y en el picaporte la diadema nupcial se tambalea cuando Gloria corre hacia el recibidor, porque han llamado a la puerta. Dos, tres, cuatro timbrazos insistentes. Cruza la pequeña estancia y se detiene en la mesa de centro, pincha la aceituna más próxima y lleva hasta los labios la sensación de la salmuera quemándole las comisuras. Degusta el pimiento; muerde con insistencia hasta que la punta del palillo se transforma en una cerda de madera. Atisba, desde lejos, a través del vitral de la puerta, dos sombras. Otra aceituna, la última. Siguen los timbrazos. Toma la cuchara plana y una pasta cremosa se unta a la galleta dura, dorada. Es inevitable abrir la puerta. Pero antes, un trago de anís seco para esconder el tufo que ha quedado entre el paladar y las encías. Corre hacia la entrada mas una astilla de la silla estilo monacal se prende del tul del camisón, jala y rasga. Por fin abre...
—(Trae compañía) Hola...
Estalla el corazón. Gloria besa la mejilla de Estela, quien conduce a Alicia hacia el pórtico, entra y después la invita a pasar, fabrica tres muecas y desaprueba a la nueva compañera. El aire se enrarece después que han encendido una paja de incenso con aroma a coco:
—Es para atraer la felicidad— dice Gloria.
—Se llama Alicia— presenta Estela.
Gloria mira retante, toma la mano delicada y anda con la yema de su índice las pulseras de la muchacha, el reloj y la muñeca, hasta llegar a la vena que marca el pulso. Siente. Enseguida hace lo mismo con la mano derecha y rechaza:
—Estás nerviosa y no te vamos a hacer nada— dictamina. Después ríe: —La violación es en contra de la voluntad, Alicia.
—¡Gloria!— impera Estela. Silencio. Las tres mujeres se miran.
Estela prefiere romper el silencio al morder un tallo de apio remojado en vinagreta. Las miradas se cruzan: el infierno se hace pequeño y al fin Gloria posa la vista sobre los cuencos que delimitan los ojos verdes de Alicia, tiembla la mirada.