
Las tardes de mayo son tibias y por eso, todas las tardes de los sábados de mayo también lo son, sobre todo cuando las calles se plagan por el transitar de la gente; cuando llegan al calendario y a la vida las fiestas de la Santa Cruz y los cohetes de arranque retumban, explotan en la lejanía de las nubes y por sobre los techos del caserío y las cúpulas de las iglesias. En los callejones del pueblo las bodegas de abastos exhiben las semillas y los chiles secos, anchos, pasilla, morita, mulato y si una polvareda apareciera, como sucede con frecuencia, la zona del mercado se inunda y en las narices de los marchantes las especias hacen perfumes delicados con las partículas de anís revoloteando en el ambiente, o fragancias duraderas, persistentes, si uno de los tenates que muestran el ajo molido, el comino o la pimienta, han quedado al descubierto. Pero de suceder una invasión repentina del mal aire, un tornadillo de los que bajan de la sierra; entonces el incauto debe llevarse un pañuelo para tapar boca y nariz, entrar rápido a una botica, que las hay muchas en este pueblo. Sólo habrá que esperar el tránsito de la pequeña aireada seca y entonces podrán embobarse con las estanterías repletas de infusiones, tinturas o licores fabricados a base de vino de jerez y hierbas medicinales; podrán leer los carteles que pregonan que sólo allí, se vende el bálsamo que cura la artritis, o incluso pueden llevar un frasco de la mejor vaselina, la perfumada, la que hace de las cabelleras más necias, un cabello sedoso, brillante. Pero si los vientecillos necios lo sorprenden en las proximidades de una zapatería, qué mejor para admirar los botines, las botas, los zuecos y los mocasines que por cierto, como a este pueblo no llegan artículos de lujo, son de un cuero duro, tieso. Aunque también hay huaraches de una a siete correas. Lo que no es recomendable será buscar refugio en una peluquería, menos cuando es un sábado caluroso, pues de entrada, no se encontrará dónde sentarse, hay mucha clientela que exige patilla en forma de hacha o casquete corto; y lo mismo sucede con las mercerías, son el punto de reunión para las mujeres que buscan hilos de colores, agujas de canevá, dedales y ensartadotes mágicos.
En sábado, todo en el pueblo se convierte en una romería, de las banquetas hacia las bodegas. Los empleados corren presurosos a las trastiendas y como hace calor, las personas se prefieren por buscar amparo en los quicios húmedos y de techumbres altas. Pero en la calle de La tapia el movimiento precisa lo contrario, la fiesta es adentro. Los que allí asisten ni siquiera advierten que la calle está empedrada con rectángulos bien labrados, les interesa, les precisa, apurar el largo pasillo revestido con manzarines que conduce al patio interno de los Baños Suripanta, que como dice su lema, se trata de un “servicio exclusivo para caballeros con clase”. Allí se ofrece el vapor turco y el baño ruso, masajes profesionales y bebidas estimulantes. Se trata del lugar más solicitado por hombres de todas las calañas y condiciones. Albañiles, sastres, transportistas, ferrocarrileros, profesores, policías e incluso uno que otro cura que desearía pasar inadvertido; clientela segura de cada sábado, pieles resecas y mugrientas que se tallan con estropajos de zacate nuevo y jabón de olor… cueros magullados por las fricciones que les hacen las yemas de dedos que aprovechan las bondades del vapor y el agua fría.
Pero mayo no termina en los chorros helados que salen de las regaderas, principia en las hojas de los calendarios y también en la nueva cuota de los Suripanta, cuyos dueños se aprovecharon que ese día coincidía sábado y era tres y los muy desvergonzados aumentaron diez centavos a cada servicio. No por ello disminuyó la clientela, porque aquel servicio exclusivo para caballeros con clase valía el abuso. Y al que no le gustara, pues sencillo, que se largara con sus mugres a otros baños, que de apestosos está lleno el mundo.