
La cuarta pared, inexistente, es un reto para quienes emplean esa técnica de concentración actoral; pero también lo es retomar la escuela de la vivencia, o las propuestas de Stanislavski, o la de los Actores del Método, o Grotovski, o el Teatro Ambientalista, o el basado en las enseñanzas orientales, o la pura improvisación. De todas formas, cuando el telón se levanta o cuando las luces se encienden, la suposición de la vida pierde esa ración de indulgencia para comenzar a transformar la fantasía en una verdad fundada apenas en la zona de un rectángulo denominado escenario. Y allí está encarnado el milagro del ensueño, cuando la desgarradora voz de una mujer azuza a los pobladores de Fuenteovejuna; o cuando un anciano recuerda, junto con su apuntador, las glorias pasadas; o cuando una cantante es calva, o las criadas idean un asesinato, o todo un pueblo deambula en su acto final como un desfile de fantasmas... Apagadas las luces, caído el telón, concluye la fascinación del teatro.
¿Por qué razón seguir atados a un sueño de idearios complejos cuando los medios audiovisuales resuelven noventa minutos para el ocio? Por el mismo impulso que nos enganchan las letras de los poemas, las imágenes de los cuadros, las figuras robadas a la dureza del mármol, los acordes de un instrumento que apenas son una mezcla suntuosa entre sonidos y silencios, la cadencia de un cuerpo que se esfuerza hasta los límites de su propia humanidad, la estancia decorosa en un edificio que abandona su pretensión de caja de zapatos para convertirse en belleza. Motivos y mentiras que sirven para evitar el cataclismo en la grosera existencia cotidiana y que a su vez, nos indican, muestran, un camino ideal para asumir, de una vez por todas, cuán frágil es el transitar por la vida. Si el arte no sirve para esto, quizá pueda tratarse de otro espejismo.
Y de entre las ilusiones mantenidas por el género humano, el teatro es precisamente la representación de una idea de la vida. Es un rito de regeneraciones y de interpretaciones que se vale de los artilugios posibles para llevar al espectador a un determinado estado de ánimo... allí radica su esencia de delicadísimo arte, de artesanía irrepetible en cada función, de fina urdimbre. Porque si bien inicia por la letra, para ser posible debe convertirse en un acto de palabra y movimiento vivo, palpable, inmediato. Y eso no lo puede suplantar ni la tecnología más avanzada ni la reproducción más completa. El teatro es una fiesta de los sentidos que están dispuestos al posible engaño, porque donde puede ser humo del “hielo seco” es, por ese instante, una densa niebla; donde son guturaciones de un actor entrenado para ello, el convenio de la mentira nos aproxima a los momentos finales de un personaje.
Quizá el teatro, como local, agoniza. Pero mientras exista una plaza pública, un café, un aula, un atrio, un parque, una cochera y allí un grupo de entusiastas lo conviertan en escenario, se cumplirá lo que tanto hemos leído de Calderón de la Barca, que la vida es un sueño.
Y desde esta mesa de trabajo, con más emociones que tinta, un abrazo a mis amigos los teatreros que habitan en la capital del estado de Veracruz, a los viejos, a los consagrados, a los nuevos, a los clowns, a los serios, a los desparpajados, a los que se odian, a los que comparten sus conocimientos, a los que hacen el teatro desde la escritura hasta el cuerpo. Porque están de fiesta y cada vez que les aplaudo, desde la butaca o el tablón improvisado, el corazón le recuerda a la cabeza que es mejor andar juntos. Y si pusiera nombres, quedaría mal con unos y peor con todos. Tercera llamada y arriba el telón, carajo. Y mucha, pero mucha: mierda.