jueves, marzo 16, 2006

Sueño con gatos


(Fragmento)
Cuando durante aquella noche cerrada que anunciaba tormenta Débora escuchó sollozos en el cuarto de al lado, trató de comprender las pesadillas de su amiga Milagros. No hizo por acudir a consolarla, pensó que no tendría palabras con qué infundirle ánimos o al menos brindarle un gesto, una mueca, un signo de asomo que le indicara cercanía, complicidad. Débora se dijo que de nada sirve llevarle pañuelos a un sentimiento de desgracia tan personal. Ideó rápido, era como escucharle a la persona más querida que su médico de cabecera le ha pronosticado el avance inminente de un cáncer. ¿Hay palabras alentadoras para tan malos instantes?
En la vida, pensó Débora, para el dolor causado por las pasiones no hay remedio infalible. Tiempo y lágrimas son los dos únicos componentes de un bálsamo capaz de sanar cualquier herida provocada por las flechas del amor o del odio. Para que el vivo disfrute el tedio que provoca la muerte existen los cementerios, las fotografías, los registros de video o las pertenencias heredadas. Pero cuando la pena que deleita los sinsabores personales está viva, anda por la ciudad como si nada, ¿quién logra convencer al que sufre de que el causante de las penas no está pasándola bien, ahora, en mejor compañía?
Débora permitió que Milagros llorara. Aquella fragilidad no sería la primera, ni la última. El sueño fue venciéndola entre esta y otras cavilaciones similares. Durmió una sola hora que le parecieron muchas hasta constatar que las marcadas por el reloj despertador indicaban que eran las dos y minutos. Milagros seguía en lo suyo, obcecada en una tristeza que mal comprendida podía interpretarse como pura chocantería.
La habitación de Milagros estaba en penumbras. Débora no necesitaba anunciarse, sus manos palparon el tapiz de la pared contigua a la puerta y el recinto se llenó, de pronto con un espectro de luz neón que descubrió el regordete rostro de Milagros, aún con maquillaje, con los párpados hinchados.
—Mañana vas a tener la cara más decadente de esta ciudad— le echó Débora.
—Si tuviera una pastilla capaz de hacerme dormir un año seguido— respondió Milagros dibujando una sonrisa lánguida.
—Si te durmieras un año, o diez o cien, créemelo: a esta casa no vendría un príncipe azul que te despierte con un beso— agregó Débora mientras se hacía espacio para acostarse junto a su amiga.
El silencio apareció en aquella habitación donde ambas mujeres contemplaban, una, su respiración lenta; la otra, su pecho agitado, el temblor de sus manos, sus reacciones torpes y el alma escapándosele a través de un suspiro. Pasaron algunos minutos y cuando el televisor se encendió, las dos amigas emitieron algo parecido a un gemido. La pantalla brillaba con un fondo azul intenso y en primer plano un actor con el cabello engominado anunciaba el último milagro descubierto por la industria cosmética: “Si usted ya descubrió las ventajas de nuestro método, ¿qué espera? Marque ahora mismo los números que aparecen en la pantalla y una de nuestras telefonistas le atenderá. Atrévase”.