martes, abril 11, 2006

Inconvenientes de cruzar ciudades


La ciudad de México es uno de los purgatorios tangibles si uno se aventura a trasbordar el tren subterráneo en la estación Pino Suárez a “hora pico” o si el viajero prefiere ir por los rumbos de Chapultepec en minibús sorteando entre los demás automóviles y rogando a la corte celestial interceda por nosotros. Pero también significa el primer cielo si el asunto se trata de beber un cortado en la cafetería del Palacio de Bellas Artes o un martini seco en cualquiera de los café bares del legendario Coyoacán tras comprar libros en el mega almacén de Miguel Ángel de Quevedo. Y para quien asiste a la ciudad de los palacios de “entra y sale”, sin auto propio, pues no queda más que aventurarse por el infiernillo del transporte público.
Y de qué manera alivian las tediosas marchas los merolicos y vendedores ambulantes. Desde el hombre que sube a un vagón para ofrecer la agenda-super-maravillosa-guía turística-con horario de todas las ciudades importantes del mundo-conversión de pesas y medidas-incluido el directorio del gobierno federal, etcétera, etcétera. Como si los habitantes comunes y los visitantes de la capital azteca nos la viviéramos del aeropuerto Benito Juárez al de Barajas, después al Kennedy y de allá al De Gaulle, como no quiere la cosa o como si el tipo se pensara que uno es cosmopolita irredento y cobra los miles de dólares o euros. Pero también aparece la mujer que vende los chocolatines en bolsita de a tres por uno, “llévelo, llévelo” o la monja de vaya a saberse qué orden pidiendo para el bolillo con nata de los niños pobres y después el cantor que trepa rascando las tripas a su maltrecha guitarra y no se cansa de repetir: Dios está aquí, qué hermoso es... y luego bendecir a los pasajeros para después andarse uno por uno jodiendo con la colecta.
En lo personal, jamás he cooperado para las misiones en Tumbuctú, nunca adquiero agendas (por pequeñísimas que sean y quepan en la bolsa de la nalga) o me atraganto con los bombones en forma de conejito cubiertos de chocolate y con sabor a fresa y kiwi. Y esto es partirse de risa, no por la necesidad de los vendedores, sino por las dosis de ingenio y la duración que en la humanidad tienen los colectores de “lo que sea su voluntad”. Desde las postrimerías medievales cundieron por la añeja Europa los monjes goliardos, a quienes se les consideraba una especie de escoria salida de las inflexibles ordenanzas de clero regular. Estos hombres, cultivados en la retórica y la poesía, se dedicaban a viajar de pueblo en pueblo cantando, diciendo poemas e incluso bendiciendo. Por supuesto que a cambio de vino, alimento, hospedaje y algún dinero.
Los goliardos eran monjes y frailes desertores, buenos para la verborrea y de gargantas hondas; no se les confunda con los juglares, pues los últimos no habían sido parte de la Iglesia. La idea goliarda sobre la vida era dirimir las mayores penas posibles que el alma purgaba en el mundo e inocular un poco de alegría a quienes les escuchaban. Transcribo un fragmento de una de las poesías que han llegado a nuestros días. Antes preciso que este material puede encontrarse (junto con la traslación del latín vulgar) en casi cualquier historia de la literatura.

Bibit pauper et egrotus (Bebe el pobre y el enfermo),
bibit exsul et ignotus (bebe el desterrado y el desconocido),
bibit puer, bibit canus (bebe el chico, bebe el viejo),
bibit presul et decanus (bebe el prelado y el decano),
bibit soror, bibit frater (bebe la hermana, bebe el hermano),
bibit anus, bibit mater (bebe la vieja, bebe la madre).
Bibit ista, bibit ille (Bebe ésta, bebe aquél),
bibunt centum, bibunt mille (beben cien, beben mil).

Quienes por el motivo que sea cruzamos las ciudades de ochocientos mil a un millón de habitantes, estamos haciéndonos a la costumbre de toparnos en el transporte público con decenas de goliardos contemporáneos, con la diferencia de que los actuales ni hablan la lengua del imperio (inglés en nuestro caso) ni han salido de algún centro de conocimiento. Porque conste, pese a los monasterios medievales, no todo se les iba en rezar.