
José Saramago, años muy anteriores a recibir el gran premio literario, escribió una de las novelas que iban a marcarlo como un creador de prolífica imaginación pero también dotado por una profunda crítica a la sociedad contemporánea.
Esta novela se titula Historia del cerco de Lisboa. Su argumento es sencillo, pero no cándido. En la solapa del libro uno se entera de lo que estará por venir al futuro lector: “Raimundo Silva es un revisor de textos de una editorial, un personaje anodino que tiene como misión en la vida conservar la integridad de los textos que llegan a sus manos. Un día, revisando un texto histórico, toma una decisión: introducir un No donde debiera aparecer un Sí. Esta determinación altera, sin duda alguna, la historia escrita, pero también va a ser fundamental en su vida personal. El conservador Raimundo Silva no volverá a ser sujeto paciente de la historia, tanto la universal como la personal, porque su acto de rebeldía le hace asumir el protagonismo que, como hombre —y por tanto ser hegemónico— le corresponde en la vida.”
La anécdota de lo narrado por Saramago viene a cuento si observamos que toda la información que procesamos tiene necesidad de una codificación, es decir, debe pasar por una especie de coladera o proceso. Los recuerdos cotidianos no son acumulables sino en el sentido de que guardamos aquello que creemos puede ser necesario en el futuro o en la inmediatez. Nadie, por muy ocioso que parezca, graba en su memoria una serie de números de placas de los últimos seis automóviles o los mira transitar por la calle si no necesita, para nada, ese “espacio” en su mente.
Pero el “sí” o el “no” del que nos habla Saramago tiene que ver no tanto con la memoria, antes de ello, se refiere, al manejo que se hace de la verdad. Y aquí el genio narrativo del lusitano no tiene que conducirnos por laberintos, se trata de dos cosas bien concretas, una afirmación y una negación que le vienen, como anillo al dedo, a una misma frase.
Bajo estas ideas pienso que mañana o a más tardar, pasado mañana, podríamos escribir en el titular de ocho columnas: “Los candidatos SÍ aceptaron que sus gastos de campaña rebasan lo establecido”… O podríamos variar no sólo el sentido, sino la historia —si aceptamos que el periodismo cuenta una historia inmediata— con sólo cambiar una palabra: “Los candidatos NO aceptaron que sus gastos de campaña rebasan lo establecido”.
En el México republicano las ideas se comenzaron a propagar mediante las publicaciones periódicas. El siglo XIX mexicano es de la guerra de papeles. Se gastaron balas, cierto; pero a la par corrían más peligrosos los ríos de tinta y papel que los ejércitos mal improvisados. La palabra impresa, sirvió, para acelerar o disminuir el ritmo de las reformas de entonces (y quizá el vicio aún no lo perdemos). Recordemos, como anécdota, que todo buen caudillo, además de cargar con provisiones, iba bien armado con una imprenta portátil.
¿Aquella desmesura de andar con un cachivache de fierro sobre las espaldas servía para un país donde hasta hace unos cuarenta años contaba con que el 50% de su población era analfabeta? Pues sí que tenía razón de ser porque visto es que el número de lectores jamás influirá en las mentes como el número de mentores con que cuenta una sociedad. La falacia del báculo; no importa el tema, lo que interesa es quién lo dice.