miércoles, mayo 17, 2006

Léase en cinco minutos


Siempre es motivo de risa (¿o será una especie de orgullo alentador?) observar que algunas revistas, en su carácter de divulgación de la literatura, ofrecen al ocasional lector “resúmenes” de novelas y por si fuera poco, con letras bastardillas o negritas puntualizan el tiempo en que se ha de consumir dicho texto. Selecciones y otras publicaciones tan monas no se escapan de ello y es obvio porque los materiales que ellos ofrecen son resultado de la mercadotecnia estadounidense, donde los editores exigen a sus autores la escritura de historias con tales y cuales características; por lo que, elaborar un condensado puede resultar más sencillo a editor hábil, pues tiene delimitado qué es lo crucial en la historia y qué lo accesorio. Ya lo sabemos, los gringotes que prefieren hamburguesas y refrescos de cola son tan prácticos hasta para sentarse a leer.
Pero vayamos por partes. ¿Usted se ha percatado de lo voluminoso que puede ser un libro como los escritos por Taylor Caldwell? (Yo Judas, Ángel malvado, El abogado del diablo, El gran león de dios, La columna de hierro, etcétera). Usemos sólo el nombre de ese autor. Ahora viene lugar a otro cuestionamiento, si el ciudadano norteamericano promedio opta por la televisión, ¿cómo es que se venden miles de ejemplares que rebasan las seiscientas páginas y sus autores pueden volverse ricos, sin alcanzar la alcurnia necesaria que para un escritor hispanoamericano representa la cúspide en la república de las letras?
Las respuestas, en plural, pueden conducirnos a varias aristas. En primer lugar, la norteamericana, en efecto, es una sociedad acostumbrada al consumo de libros. Si usted es paciente y revisa los catálogos de la excelente literatura producida en Norteamérica, se dará cuenta que la mayoría de los títulos han tenido el “pasaje” hacia la cinematografía. Aquí nos detenemos en el gori-gori de que una novela no es, ni pretende, ni será lo mismo que un filme. Se trata de dos discursos muy diferentes y con finalidades bien planteadas. Pero es obvio que ha servido para recrear una versión y posteriormente al lanzamiento en cines —y sobre todo cuando la cinta es premiada por la academia de Hollywood— los publicistas recomiendan la reedición del libro en formato de bolsillo, que significa un precio más accesible al gran público. Ventas millonarias, por supuesto. ¿Sucedió lo mismo a Guillermo Arriaga con las historias de “Amores perros”, en México?
Otra característica importante es que la literatura estadounidense, hecha con miras a venderse bien y rápido —los best sellers— no muestra complicaciones narrativas, se cuenta una historia con secuencia, con un lenguaje discreto, libre de adornos o experimentos lingüísticos. El resultado es un mayor número de lectores. ¿Tradición literaria o sagacidad para vender libros?
Pero a veces, cuando uno le da tantas vueltas, prefiere devanarse los sesos para descifrar un bellísimo párrafo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. ‘No dejes de ir a visitarlo -me recomendó. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dar gusto conocerte.’ Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.”