lunes, mayo 08, 2006

Pupilas o feromonas


Añorar a los fantasmas, añorar los recuerdos; qué dificultad en la vida... qué complicado es llevarlo a cuestas durante una espléndida tarde que anuncia los últimos días de una primavera cuando en un café del puerto entró aquella mujer, ni joven, ni entrada en años, erguida y solitaria, abriéndose paso entre las mesa y dejando tras su andar un ambiente que impregnaba el aire de una ligrea fragancia a jazmines. Para quienes la aparición de aquella mujer significó levantar la mirada, fue un regalo a sus sentidos admirar las formas elegantes que ella hacía, como imitando a las vírgenes renancentistas que se reproducen en los calendarios. Ella corrió la silla elegida y con ademanes casi melodiosos requirió la atención del mesero.
—¿Habrá té orgánico?— preguntó ella con un dejo que transparentaba una personalidad femenina inquieta, extraña.
—Manzanilla, hierbabuena, anís, canela y negro— respondió el confundido mesero de una manera casi mecánica. —No manejamos ninguna de las marcas que usted me dice.
—Negro está bien— sonrió ella mientras sus pupilas destelleban un brillo que se hubiera interpretado como coquetería y arrogancia.
Respiró tranquila cuando el hombre de la filipina blanca le dijo “Enseguida” y caminó hasta la cocina para ordenar la infusión. Las posibilidades de que su presencia resultara extraña en aquel café se fueron diluyendo. En el fondo le preocupaba su repentina aparición en aquel mundillo gobernado por ancianos y turistas y aunque en verdad no había elegido su vestimenta para la ocasión, estaba segura que el traje estilo sastre hecho con lino crudo llamaría la atención. Pero si el mesero ya le había demostrado que un “té orgánico” no causaba la intranquilidad de nadie, ella podía estar más tranquila.
Antes de salir de su casa con rumbo al café se permitió un último vistazo a su figura completa. Y era ella cuando pensó en lo absurdo que resultaba aquel capricho frente al espejo: “Soy yo”, “Aquí estoy”, “Eres tú” y cosas por el estilo. Son tan ridículas pero a su vez confieren tanta seguridad; en cualquier caso de soledad siempre vale la pena cerciorarse que es uno y no alguien indeseable quien sale al encuentro de una tan postergada cita.Recordó un gesto casi maniático lo que sucede en los salones de belleza. Cuando la peluquera ha terminado el trabajo se aferra a un espejo de medianas proporciones para mostrar a su cliente cómo ha quedado su arreglo. ¿Serviría de algo reclamar un “Es detestable”, como si la artesana de tijeras y cabellos pudiera regresar la extensión recortada? Era parte de los ritos de la seguridad, de la forma en que uno se mira al espejo. Días antes, mientras platicaba con una sicóloga, ésta le había dicho que las personas resultan atractivas en la medida en que su confianza aumenta. “Es porque las pupilas brillan de manera diferente y eso, de alguna manera, causa un rapidísimo hechizo en los demás. Por eso cuando estás enamorado o cuando amas, te correspondan o no, siempre habrá la tentación de aceptar la aparición del otro, de la otra, de los intrusos”. No era pues que la carne fuese digna de un tratado de debilidades y fortalezas, sino que los signos del amor eran siempre latentes, siempre que alguien con respiración se aproximara a otro en similares condiciones.