jueves, mayo 04, 2006

Tinta en las manos


Es el año del señor de 1794 en la Nueva España. La dinastía de los Borbones ha retomado las riendas administrativas de sus colonias de ultramar con la expedición de sus Reformas y el clima que prevalece es el descontento generalizado. En todas las capitales de América latina se comienzan a fraguar reuniones peligrosas para los intereses de la metrópoli y lo que sigue ya todos nos lo sabemos: la crisis de gobierno en España y en el continente americano los movimientos de independencia que devienen en el caótico siglo XIX. A pesar de todo, la vida tenía la obligación de continuar.
Antes de la sacudida americana, cuyo mal como se comentará más adelante fueron también las guerras de papel, habrá que realizar un ejercicio de imaginación y situarse en el caluroso clima o los ventarrones del puerto de Veracruz, aún con una marcada categoría de la puerta continental de América. Es 1794, un zopilote traza un vuelo para que no se desaproveche la carroña que la población arroja hacia los médanos. Un grupo de hombres espanta a la zopilotera de las calles, porque estorban para desembalar la primera maquinaria de la imprenta que habría en aquella ciudad. Manuel López Bueno es el encargo de conducirla a buenos derroteros, que si se salía de las directrices editoriales de imperio español para estaban los censores y total, que el ansiado “Imprimatur” nunca iba a llegar. ¿Pues qué se podía creer el ingenuo aquel, si es que lo era?
No era la primera imprenta establecida fuera de la muy noble y leal ciudad de México ni se iban a tirar allí los primeros periódicos provinciales novohispanos; aunque sí los de la entidad en que se convertiría Veracruz, tiempo adelante. La ventaja era grande: contar con material propio para informar a la población de los aciertos y dislates que héroes y villanos cometerían a la postre.
Y esto se debe a que el periódico del siglo XIX latinoamericano se convirtió más en un medio propagandístico que de información. No es gratuito que el ensayo, por ejemplo, haya encontrado cimientes en las páginas de estos medios que en libros. La imprenta permitió la rápida difusión de las ideas; no hubo jefe de revuelta o revolucionario que no trajera un armatroste de esos junto a la tropa. El México independiente libró más batallas de papel que de balas; entre folletines y periódicos nadaríamos sin apuro. Unos se creaban para denostar al régimen imperante y otros para fundirse en alabanzas. Y allí confluyen los motivos de la prensa de la época, el poder de trasladar el discurso a la letra impresa.
Dice Lorenzo Meyer que más que periódicos se trataba de verdaderas hojas de combate. Pancartas al servicio de ideologías determinadas más que a favor de informar; lo relevante era la opinión de tal o cual bien versado, con pésimas o mejores intenciones. Y por supuesto, Veracruz primero y luego “Jalapa” no fueron la excepción. Si consideramos la opinión de Emilio Rabasa, el panorama es claro, aunque desalentador:
“En los veinticinco años que corren de 1822 en adelante, la nación mexicana tuvo siete congresos constituyentes, que produjeron como obra, un Acta Constitutiva, tres constituciones, un Acta de Reformas y como consecuencias, dos golpes de estado, varios cuartelazos en nombre de la soberanía popular, muchos planes revolucionarios, multitud de asociados a infinitud de propuestas, peticiones, manifiestos, declaraciones y de cuanto el ingenio descontetadejo ha podido inventar para mover al desorden y encender los ánimos”.
La prensa veracruzana y nacional, como reproductoras de las pulsiones de la época, se apegaron a la moda de lanzar la piedra y esconder la mano. Ora liberales, ora conservadores, total, los impresores, se supone, de algo tenían que vivir, pues la sopa de papel no es tan buena como la de letras.