
En los amplios andadores que salvan la arboleda del corazón xalapeño, el ruido causado por el tráfico de las nueve de la mañana aún permite escuchar el canto de algunas avecillas y los inmortales, así pareciera, tordos a los que llamamos “pepes”. La mañana no es muy despejada, aunque calurosa. Pero los caminantes que andan con prisas llevan, por si las dudas, una prenda ligera que les permita cuando menos, atajarlos de una lluvia inesperada. Y tal parece que no se debe a una conciencia sobre el calentamiento global y por ende el cambio climático, sino más bien a que las copas de los árboles se mecen de un lado al otro, a que los transeúntes imaginamos un sombrero que debemos evitar se lo lleve el viento o en otras palabras, quisiéramos evitar llegar despeinados a la primera cita o al centro de trabajo.
Habitamos en la ciudad de los “sube y baja”. Por lo tanto uno debe acostumbrarse a sufrir las escalinatas cuesta arriba y a saber aprovechar las visiones de unas piernas que apenas uno avanza escalones, comienzan a aparecer desde los tobillos hasta las pantorrillas.
La imagen se parece a los termómetros eróticos que los vendedores pregonaban en las ferias aún pueblerinas de hace veinte años... aunque con toda discreción, los merolicos exhibían el producto al paso de cualquier comprador en potencia. Los que no teníamos edad ni dinero para comprar, nos conformábamos con echar una mirada rápida a aquella mínima pipeta de vidrio que mostraba a una muchacha encapsulada en su interior. Regularmente se trataba de un diminuto cromo recortado de alguna revista de modas que, si el “termómetro” se colocaba en determinada posición, la muchacha aparecía ataviada con un vestido; al girar la varillita en sentido contrario, como magia, la prenda se iba despidiendo del panorama para dejar a la vista el boceto de una muñequita en ropa interior.
Pero en la mañana de ayer no había pipetas de por medio sino dos pies descalzos que soportaban el peso de unas gruesas pantorillas. Conforme los escalones son menos la vista amplía su campo. Una mujer de unos cuarenta años aprovecha el paraje escasamente transitado para mudar los zapatos. De una bolsa de plástico que ha sacado de otra bolsa, de tela, toma un par de zapatillas formadas por varias tiras de cuero o quizá otro material, trenzado. Antes de calzarse, su regordeta mano alcanza uno de sus empeines y lo restriega con fuerza, el ritual es el mismo para con el otro pie. Y como quien averigua su número exacto en la zapatería da unos brinquitos sobre sí misma hasta que siente que los talones se han ajustado con presteza sobre la base de unos tacones anchos. La misma bolsa de plástico, de color neutro, fucsia, sirve para guardar unas chancletas que antes, con seguridad, fueron para asistir a las fiestas pero que ahora son indispensablemente para librarla del lodo que de seguro tienen las calles por donde ella camina, antes de llegar al centro de la altiva ciudad.
Cuando paso a su lado ella atiende el color de sus labios que se reflejan en un espejo de mano. La poca distancia que nos separa me regala la bocanada a una crema perfumada... es tan inconfundible ese aroma a grasas naturales y animales con una pizca de aroma. ¿Irá a una cita romántica? ¿A perder su tiempo en las oficinas del ayuntamiento? ¿Cambiará un cheque en el banco? Lo ignoro; la única conclusión sensata es que sí, se trataba de una mujer extremadamente pulcra durante una mañana calurosa que por las ventiscas, anunciaba una de las primeras tormentas.