lunes, junio 12, 2006

Enfermedades, cementerios e ideas...

Foto: Bárbara
Tenemos a un convaleciente en casa, la gravedad del caso ya pasó. Una meningitis es algo serio y sobre todo lamentable para que con ello se afecte a un hombre de apenas sesenta y tres años. Pero como aún somos numerosos, la sabiduría innata de mi madre hizo turnos y horarios adecuados (¿necesariamente rigurosos?) y casi llegamos a soportar los cansados relevos hospitalarios sin pedir estafetas en la nave de los locos. La enfermedad es tan fastidiosa, tan insoportable que durante las horas de vigilia, los sanos no tienen otra cosa en qué pensar más que en los días de salud plena.

Se dice que la muerte de un humano es tan honda, tan marcada, porque a diferencia de otros seres vivos, se trata del hombre o la mujer de quienes nunca se encontrarán reemplazos. Muchos filósofos coinciden en que el verdadero luto es totalmente ajeno a quien ha dejado de existir. Para ser más claro: hablamos, analizamos, evaluamos la trayectoria de un héroe cuando se cumple un requisito indispensable, que ha muerto. La defensa del muerto es la justificación plena del vivo. Eso lo leí desde las Confesiones de san Agustín hasta la casi contemporánea teoría de la Historia que escribiera el padre jesuita Michel de Certeau. Por eso nos agrada tanto levantar monumentos.

Los cementerios, en lo personal, me gustan porque cada uno de ellos funge como un relato de las pretensiones que tenemos los vivos con respecto a la idea del más allá. Son lugares fabricados en los que sólo descansa la conciencia del que respira. “Amiga, infinitamente amiga” dice un poema portugués cuando se refiere al milagro de existir, pero yo también lo pondría en lugar de la muerte, un esqueleto con guadaña incluida que ejerce su poder y que, para los creyentes, promete una derrota venidera: Resucitará el muerto. Mentiras. Pero en la mayoría de los casos, sin poemas y sin música, una vida como la nuestra sería irremediablemente insoportable.

Por eso los mexicanos, en cada noviembre, hacemos de una calavera una golosina de azúcar. La degustamos pese a que en sus “huesos” frontales luzca una etiqueta en que se ha impreso, previamente, nuestro nombre. Es una suerte de suertes comerse su propia calavera.... Caníbales, no. Civilizados, tampoco. Para esto remito o sugiero leer a Montaigne, sus famosos Essais y claro ¿por qué no? a Rabelais, para quien todo, en Gargantúa podría ser: “Vivre en paix, joie, santé, faisant toujours gran chère”.

“¿No os daís cuenta que estoy a punto de derramar una lágrima?” dice una de las primeras estrofas del poeta español... ¿Hierro?... ¿Fierro? El maestro, anunciado su enfisema no se cansó despachar desde su casi eterna mesa en el café La estrella, en Madrid, con un cigarrillo en la mano y en la otra una copa de licor que hace olvidar la miseria humana... Él prefería provocar y dejar que otros, con más tiempo, dedujeran la marca del paso vívido...

Regreso a mis místicos dilectos: “Vivo sin vivir en mí” que significa san Juan de la Cruz... regreso a la vida en el aroma que me llegó a suponer la muerte.