miércoles, agosto 30, 2006

Escritores que no leen, ni escriben


Cada inicio de semestre principio un taller de “expresión escrita” dirigido únicamente a jóvenes que estudian el bachillerato. No se trata de algo formal —siempre les aclaro que dos horas a la semana no conducen a tan sólo tres o cuatro libros que leerán y quizá a la composición de un relato— y como tal, estoy acostumbrado a que el primer día se presentan poco más de veinte estudiantes y para la tercera sesión acaso llegan diez. Y como es una actividad que no se les “califica”, soy más feliz de saber que los indecisos tratan de encontrar la felicidad correteando tras una pelota que escuchando largas disquisiciones sobre las posibilidades de la descripción o la poesía hispanoamericana.

Y es que no se puede obligar a que un joven de quince años abra un libro si de entrada él no está dispuesto a permitir que se le presente a un autor y que además, como yo les digo: “Vamos a jugar a los cleptómanos. Los que escriben, leen libros para comprender la forma en que cada quien arregla su casa. Las hay muy elegantes, pero tanto, que da algo de miedo sentarse en cualquier sitio; pero también hay casas que tienen como atractivo el jardín y el resto quizá no vale la pena; otras son cabañas donde uno se podría quedar instalado para siempre, porque el crepúsculo es maravilloso y el olor a pinos invita a la reflexión. Otras se han construido a la orilla del mar y por las noches, cuando sube la marea, entonces dan ganas de dar largas caminatas por sus playas. Pero no se parecen en nada a esos macabros sótanos neoyorkinos (que también los hay). Y sí, quizá hay casas-libro pesadas, muy serias, pero en ocasiones son tan necesarias como lo eran las murallas para las ciudades medievales. Y hay casas que son verdaderas pocilgas... Y, si se trata de la cleptomanía o el ‘turismo de chucherías’ pues habrá que llevarse algo, algo que, claro está, sirva para que cada uno construya su propia casa... ya otros tendrán la oportunidad de robarles una carpeta tejida o el papel sanitario... hay cada loco”.

Para cuando ha transcurrido la explicación de para qué leerán y los ejercicios que los empezarán a llevar por los caminos de la escritura, entonces les pido que se presenten, uno por uno, ante el grupo. El denominador común es que todos escriben o quieren escribir ficción. No falta quien utiliza el “atril” para confesar que le gustaría ser poeta; alguno sueña con dirigir sus propias películas; otros se conformarían y mucho, si lograran poner en escrito aquellas ideas que a mitad de la clase de matemáticas los acribillan y les hacen perder la concentración para entender cómo carajo se despeja una ecuación. Todos, sanamente, destellan el brillo juvenil de sus miradas con un poco de arrogancia, con la promesa que da su corta edad y la ambición de obtener experiencias. En ocasiones, se los confieso, no me explico cómo la etiqueta de escritor sigue ejerciendo atracciones.

Pero cuando les pregunto, casi a quemarropa, ¿qué libro están leyendo? Pues allí pierden el arrojo, lo petulantes, lo machitos y lo guapitas. El 90% de los alumnos que tendré durante este curso, me ha confesado que no lee. Vamos, que no lee un libro (y se supone que completo) por mero gusto... y el futuro cineasta de plano fue muy claro: “Yo lo haré cuando de verdad me encuentre algo interesante”.

¿Guillotinarlos? ¿Desollarlos? ¿Mandarlos a entrenar karate? ¿Encargarles comprar una novela cuya reseña la copiarán de la Internet? ¿Sentarme a rumiar, muy despacito, que qué madres hago yo allí? Se supone que alguien que escribe está tentado a inducir a nuevos lectores y que tal vez los enseñe a hurtar frases, estructuras, que uno o dos de ese noventa por ciento, se animen a contactar con los libros y para muestra... espero que no lo escribieran en su cuaderno sólo para darme cuerda... comprarán la obra más difundida de Antoine de Saint-Exupèry, “El principito”. Y si de verdad quieren escribir, aceptarán gustosos a charlar sobre libros.