martes, agosto 01, 2006

Interminables cartas... cercanas correspondencias

Collage: Priscila
Queridos mamá y papá, esperando que se encuentren bien de salud al recibir la presente.../ Cuando recibas esta carta de mi amor, Eufemia.../ Queridísima madre: Ha llegado la nieve y ya tenemos aquí el triste y duro invierno, todo lo cual me sugiere muchas metáforas para mi poesía.../ Esperaba que me escribieses de todos los lugares por donde pasaras; que todas tus cartas serían muy extensas, que alimentarías mi pasión como las esperanzas que tengo por verte.../ No puedes volver, sólo puedes ir. Para volver tendrías que ser otro mundo, José, José Bergamín. Sólo somos ya fantasmas de nosotros mismos y no fantasmas a secas, ¡y tan a secas!, como quieres serlo tú y lo proclamas.

Ah, las cartas, las viejas cartas que llevaban la letra escrita a mano. Si tomásemos sólo las primeras líneas de las cartas escritas por famosos y que, por supuesto están publicadas, es probable que no tendríamos descanso y harían falta muchos cuadernos para hacer las notas correspondientes. Y el lector seguramente ha advertido que el primer párrafo de la entrega está compuesto sólo por cinco fragmentos de... por supuesto: cartas. Veamos. El primero se refiere a la forma clásica en que las profesoras enseñaron a todos los que nos tocó cursar la escuela primaria de los ochentas, para abajo. La segunda, todo mexicano con la mínima noción de la música popular sabe que no se trata precisamente de una carta sino del inicio de una canción escrita por Chava Flores. El tercer apartado corresponde a Sylvia Plath, la excelente y depresiva poeta norteamericana que escribía a su madre el 2 de febrero de 1955. El cuarto es, perdón por el atrevimiento, una traducción muy libertina de Las cartas portuguesas, atribuidas a una monja, sor María Alcoforado (1640-1723). Y finalmente, un fragmento de lo que escribe Max Aub a su amigo Bergamín, como respuesta a la decisión que le comunica José: volver a España, tras la amargura compartida en el exilio.

La carta siempre es algo personal... intransferible. Pero está revestida por un aura de cierto placer y morbo cuando uno se pregunta, qué le dirán a fulano. Es como las biografías, las leemos por la humana necesidad que tenemos de fisgonear en las vidas ajenas, privadas, íntimas. Es como acercarse con sigilo para atisbar por el ojo de la cerradura y ver una escena fuera de lo común. Pero también eran portadoras de malas noticias, o de instrucciones. Desde nuestros imaginarios, de nuestros recuerdos más añejos como género de escritura —el hombre que escribe y el que lee— está la carta, la misiva y esta nos ha rodeado de las maneras más divertidas como posibles. Las palomas mensajeras que llevan los ardientes recados de un apasionado amante, las tintas invisibles que sólo empleaban los agentes secretos, los acrósticos que cifraban el verdadero mensaje, las claves numérico-alfabéticas que tanto revuelo causaron durante la Segunda Guerra, los telegramas... La vida del hombre ligada a la escritura y sus vericuetos.
Alguna vez, en una entrega de hace dos años y medio, me referí al poema de Fernando Pessoa donde echa que todas las cartas de amor son ridículas. Pero cuando uno recuerda la emoción por abrir una carta, por recibir un correo electrónico, no queda menos que invocar las palabras de Quevedo y sor Juana cuando se referían al acto de leer: “Es escuchar con los ojos a quienes están apartados de nosotros en el espacio y en el tiempo”.