
Movilización poselectoral. Con dos palabras se bautizó a un fenómeno que en cualquier otro momento hubiese recibido el nombre de mitin, concentración o marcha. Pero como se ha comprobado que la moda será estar en desacuerdo con los “convencionalismos”, lo sucedido el pasado domingo 16 de julio en el zócalo de la ciudad de México (y la mayoría de las calles que desembocan en él) merecerá varias lecturas en el transcurso de estos días. Y como el destino es tan azaroso, por sus azares tuve la oportunidad de ser testigo directo, ahora sí, en lo que por varias horas fue el ombligo del valle de Anáhuac y la médula de atención nacional.
Hacia las diez con treinta de la mañana el conductor del taxi no quería aproximarse al centro histórico de la metrópoli. La razón era que “los autobuses que trajeron a los acarreados de este señor no dejaron un espacio libre, ya están cerrando el acceso a las calles, por eso no le prometo dejarlo en Bellas Artes. Lo acerco lo más posible”. Sus pronósticos fueron adversos, sobre el eje central Lázaro Cárdenas aún circulaban los autos y cuando observé el palacio de Correos, el Banco de México y frente, el portentoso edificio de mármol, creí saludable husmear por la calle Cinco de Mayo hasta llegar al zócalo. A esa hora, algunos comercios, escasos, corrían sus cortinas. Sobre las banquetas ya estaban instalados los tenderetes que expendían puros artículos color amarillo, desde banderas con el logotipo del PRD, gorras, playeras, paliacates, trompetas de plástico, fistoles y llaveros. La “pejemanía” en todo su esplendor. “Bandera a diez pesos, camisetas nomás a treinta y cinco” gritaba un animoso vendedor.
A una cuadra del zócalo, aún medio vacío o a medio llenar, a la altura del Nacional Monte de Piedad, un hombre entrado en años llamaba la atención de los transeúntes. Gritaba a todo lo que daban sus pulmones: “Miren ustedes, por favor, véanlo, aquí está la rata pulguienta, sarnosa, la ratota más grande de México que por fin salió del caño para robarnos los votos”. Con los brazos extendidos mostraba un cartel en que se reproducía una caricatura de Felipe Calderón a la que, por supuesto, el ingenioso dibujante había aderezado con cola, orejas, dientes y bigotes, de rata. Aquel hombre no tenía para cuándo dejar de repetir su consigna.
Bastaron unos cinco minutos para llegar al templete levantado en el zócalo. En las aproximaciones de Palacio Nacional una señora regalaba —sólo artículos de papel eran de obsequio— carteles de papel revolución en los que, bajo la imagen de Calderón (encerrada por un círculo rojo atravesado con una línea) se leía: “No permitiremos el pinche fraude”. Y conforme pasaba el tiempo, la gran plaza central se iba llenando de una masa humana que tenía alguna prenda distintiva, es decir, de color amarillo.
A pocos metros de la bocacalle de 16 de Septiembre, “Super Perro” divertía a la concurrencia. Se trataba de un pastor alemán adiestrado para saltar por un aro que, decía el entrenador, era como traspasar el fraude; a los pies del atril metálico que soportaba al aro se leía en una cartulina fucsia: “Mira Felipe maricón, los perros también te odiamos”. El can lucía una vistosa capa amarilla y tras cada acrobacia, recibía los aplausos de nosotros, los mirones.
Y como desde abajo no se aprecian todas las cosas, el mirador de la torre Latinoamericana fue un sitio estimable. Efectivamente, se divisaba un lleno total. Arriba, muchos “paseantes-movilizados” aprovechaban para sorprenderse de la magnitud que tiene la ciudad de los palacios. Una señora preguntó a un tipo que hablaba por teléfono móvil: “Disculpe usted, ¿sabe si queda muy lejos la Villa? Es que venimos desde Michoacán y queremos aprovechar el viaje para irle a rezar a la virgen”.