

—¿Qué has hecho para impedir el olvido, para que tengas vigencia en los corazones y pláticas de los otros? ¿Qué haces ahora por salir del silencio? Tu elegiste esta forma de vivir las cosas, de enfrentar la realidad que pretendías ver y evadir lo que simplemente no te agradaba.
—No es fácil.
—Nadie dice que lo fue.
—No quise ser como los demás, las preocupaciones cotidianas me parecieron aturdidoramente banales, una forma de perder el tiempo mientras el mundo giraba y sucedían los asuntos más importantes. Existir no se limita a comer tres veces al día y cagar por las mañanas antes de la ducha para salir corriendo a un trabajo. Viví atareado. En un primer tiempo era la guerrilla en el país, el narcotráfico y después las masacres, el deterioro de la humanidad...
—Chocante. ¿Bellísimo tu empleo en el Consejo de Naciones? Qué absurdo te escuchas.
—Menos mal que tu me entiendes y no me juzgas.
—Anda, aferrarse a la ironía cuando estás al borde de quebrarte y sigues vendido a tus necedades, a tus manías de recortar periódicos y hablarle a los demás en un lenguaje que no entienden...
—Pero ni siquiera pretenden hacerlo; mi culpa no es la ignorancia de un pueblo.
—Te escuchas como el caudillo venido a menos. El gran prócer que incomprendido emprende exilio voluntario a su isla; sólo te falta escribir cartas a tus viejos compinches y llamarlos a la cruzada de los ancianos. ¿Y qué hiciste para evitar, según tú, la ignorancia?
—Aprovechar los medios.
—Por favor, “aprovechar los medios” le llamabas a erguirte frente a un micrófono que empleaste como el pedestal de tu culto personal, micrófonos de televisión, de radio, de las grabadoras de los reporteros que supieron darte cuerda. ¿Y qué declaración tuya cimbró las opiniones ajenas? ¿Cuál de tus comentarios viraron el curso de la pintura para emprender la nueva ruta de un arte renovado? Dime qué óleo tuyo se expone en las grandes salas, qué vorágine de aprendices te persigue hasta la sombra con tal de figurar entre tus favoritos. Escándalos, Adolfo, no más que eso fue tu vida...
—¡Basta!
—Siempre te escuché, aún en tus crisis de soberbia; aún soportando humillaciones...
—Jamás obligo a nadie.
—Con qué facilidad te desembarazas. ¿Para eso mandas llamar a la gente? Claro, lo olvidaba, el teléfono es tu vehículo, el cetro con el que ejerces voluntades, decides vidas y regenteas conocidos. Una llamada tuya a la oficina de cultura es salvoconducto para obtener una beca, otra al periódico sirve de pronóstico para los temas del suplemento y quién se atreve a contradecirte, dime el nombre de un osado que haya sobrevivido a tu desquite, a tu furia de niño caprichoso.
—No soy responsable de mi suerte.
—Seguramente. Ojalá tengas en la agenda el número del cielo para reservar una larga estancia.