viernes, septiembre 08, 2006

Un poco de Maquiavelo


A veces no tiene caso invocar a los hombres como si de santos se tratara, porque entonces podemos caer en las falacias. Pero cuando se habla de un tema en específico, que requiere de explicaciones concretas, los santones de tal o cual materia vienen a pegarse en la punta de la lengua; quienes saben de lingüística tendrán las obligadas visitas a las teorías de Saussure; los que se lían con la historia contemporánea y de mentalidades sabrán que Certeau y Dubuy son pasos casi obligados. Y cuando el tema de política salta por encima de las mesas y a partir de ello uno pretende referirse a la gente perversa, siempre es indiscutible invocar el nombre de Maquiavelo.

Nicolás de Maquiavelo se ha convertido, con el paso de los siglos, en un sinónimo de “demonio” y todo por una obrita, pequeña en extensión, pero muy grande en pretensiones. El libro que lo hizo pasar a la historia (y no de la literatura) fue El príncipe, aunque no fue el único, pues también escribió algunos titulados Diálogo de la lengua, Arte de la guerra, Vida de Castruccio Castracani, Befalgor Arcidiavolo y una pieza teatral, Mandrágora. Pero será El príncipe, escrita en 1513 y a “vuelapluma” según la mayoría de sus analistas, una obra que se emplea para marcar como referencia la fundación de la ciencia política y un punto importante en el Renacimiento.

¿Pero qué escribió en verdad? No puede ser un “manual para truhanes” como cierto filósofo inglés del siglo XX denominó a la obra de Maquiavelo, pero tampoco un catálogo que se convierte en libro de cabecera de políticos ladrones y asesinos y menos aún las instrucciones precisas para organizar o desparecer a la madriguera de los bandidos. En todo caso, a pesar de que vivimos en un país que consume menos libros que caviar, El príncipe se trataría de un éxito editorial sin precedentes. ¿Se imaginan qué sucedería de ser verdadera la leyenda que pesa sobre el fantasma de Maquiavelo? Pongamos, sólo por dar un ejemplo, una escena: antes de echar cuatro cabezas humanas (podrían ser de pollo o de cerdo) a una pista de baile, el encargado de la fechoría lo hace un poco apresurado, pues en la cajuela de su camioneta —dudo que los criminales organizados usen autos tipo sedán— le espera el capítulo XIX, titulado “De qué modo debe evitarse ser despreciado y odiado”.

Pues no. Estos libritos clásicos andan más en las bocas que en las miradas de los lectores, y como nadie será para memorizar fragmentos con el cuidado que supondría recordar un libro, capítulo y versículo bíblicos, nadie va a morirse porque otro le diga: “No seas maquiavélico, préstale dinero y que te pague como pueda”. Y el escritor florentino para arriba y para abajo, como piñata de fiestas decembrinas. Vean ustedes, voy casi por la conclusión del artículo y aún no he dicho siquiera de qué trata el libro.

Antes de hacer un brevísimo comentario, transcribo una cita del capítulo III, son los últimos renglones: “...se infiere una regla general que rara vez o nunca falla: que el que ayuda a otro a hacerse poderoso causa su propia ruina. Porque es natural que el que se ha vuelto poderoso recele de la misma astucia o de la misma fuerza gracias a las cuales se lo ha ayudado”. Maquiavelo escribió un libro pensando en la grandeza de un Estado, en el poderío de su ciudad, de la cual lo destierran, Florencia; en la necesidad de explicar su tiempo, de dejar muy en clara su circunstancia y la utilidad que podía tener el hecho de que Lorenzo de Médicis lo nombrara su consejero. Además, el libro, aunque no es un éxito, es muy barato y como Calderón y el Peje no tienen tiempo de leerlo, aprovechemos nosotros.