jueves, septiembre 21, 2006

Variaciones a La tregua

(fragmento)
Elías ya había confirmado, aquella tarde, que su vida cambiaría por completo. No eran más allá de las seis cuando iba rumbo a su casa y caminaba con un buen sabor de boca; le bastaba recordar las palabras que su jefe pronunciara ante los otros empleados del departamento: “La trayectoria de don Elías nos confirma el refrán que dice más vale tarde que nunca, veintitrés años de entrega a esta compañía son apenas un abrir y cerrar de ojos para la historia —tan dado el maldito a las frases hechas— y hoy solicito que presten su apoyo al licenciado, porque a partir de este momento es el nuevo coordinador de área”. Más cuchicheos que aplausos fue la bienvenida con que el hombre recibió las llaves de su cubículo y mientras Concha, la que ahora sería su secretaria, lo ponía al tanto de la agenda, a Elías lo acarició la tentación de permitirse el primer leve desfalco a la empresa. ¿Qué le costaba marcar la tecla número “8” del aparato telefónico y escuchar el sonido de la línea, sin tener que solicitárselo a la pesada del conmutador? Nada, pero eran tantas las ideas que le pasaban por la mente que prefirió reservarse aquel privilegio para cuando estuviera solo.

Concha terminó su retahíla y cuando Elías se quedó solo y revisó el legajo de “pendientes” se dio cuenta que la única tarea del día era firmar papeles. Algunos, corroboró, se trataban de informes que él había elaborado siguiendo los cánones: número de oficio, detalle expuesto en dos medias líneas, entrada fría, exposición del problema y despedida atenta. La mierda de costumbre que ahora, como nuevo coordinador, estaba a su cuidado remitir al área de atención a clientes. Nada fuera de lo común, hacía casi veintidós años que él se encargaba de hacer aquellos menesteres, engorrosos pero necesarios.

Una hora más tarde presenció los privilegios que su cargo le permitirían. Concha entró al cubículo con una taza de café y la depositó sobre una base de corcho que descansaba sobre el escritorio. Elías agradeció el gesto, no sin preguntarse a qué hora había solicitado aquella bebida… prefirió resolverlo tras deducir que ese se trataba de un arrumaco usual entre las secretarias y sus jefes, “así en la tierra como en el cielo” musitó.

Tan embobado estaba con el panorama que una especie de acto reflejo, casi instintivo lo hizo abrir el cajón derecho para buscar sus tradicionales panecillos de almendras y ver con espanto que en lugar de la bolsa de papel sólo estaban unos trípticos que promocionaban los servicios de una aseguradora médica. Comenzó a reír al momento de comprender que hasta el día anterior, aquel no era su escritorio y que frugal almuerzo se había quedado en su anterior lugar. Caminó hasta donde a partir de su ascenso se sentaría López, el contador público que se la vivía llenado las hojitas de las quinielas. Llegó hasta él y espetó:

—Contador, usted tiene uno de mis tesoros en su cajón —sin decir más se agachó y corrió el cajón para encontrarse, no sin poco alivio, con la bolsa de papel que resguardaba sus dos panecillos. Los hombres rieron y Elías recordó que con tanto ajetreo se había olvidado de asearse las manos; una persona tan maniática como él no se permitiría llevarse el pan a la boca con las manos sucias.