lunes, octubre 09, 2006

Almíbar y fruta seca


(Fragmento)
Evidente, Felipa había muerto. La cocina olía a una mezcla de grasa quemada y leche agria, descompuesta; desorden que ella jamás hubiera permitido. Y por si fuera poco allí estaba el tenedor que manipulaba Esteban y cuyos picos sólo removían el arroz de un lado para otro, con el desgano de quien ha perdido el apetito y la curiosidad por separar los granos de elote y los cubos de papa. Aquel guiso era, a su parecer: incomible. Bastaba con tenerlo unos segundos en la boca para que el paladar comenzara a percibir la resbalosa consistencia que le daba una exagerada cantidad de aceite de cártamo. Él no podía tragar un bocado sin la necesidad de acudir, inmediatamente, a darse un generoso trago del refresco que dos hielos en forma de rombo enfriaban la primera cuba del día.

—A ese paso vas a terminar más borracho que satisfecho— le dijo Natalia. Estaba a punto de reclamar esa dardo envenenado con ironía cuando advirtió que su esposa también se pasaba el tiempo jugando con la comida. Pronto cumplirían los once años de aquel matrimonio y era casi la primera vez que durante las benditas tres y media de la tarde, discutían por la ausencia de sazón en un platillo.

—Ayer la crema se me pasó de sal. Es normal porque sabes que no es temporada de chícharos y como insististe tanto, no me quedó más que abrir una lata.— A Natalia la situación la divertía más de la cuenta porque no era precisamente “ama de casa” y a su manera de pensar, mucho hacía con la intención de convertirse en cocinera, de la noche a la mañana. Felipa hacía falta, mucha; eso lo pregonaba desde la reorganización que tuvieron que hacer en sus horarios hasta la resequedad que acusaba la tierra de las macetas, donde tres semanas atrás florecían con resplandor los anturios y los tímidos capullos de los tulipanes de Indias. Pero ella no leyó que en la información nutricional de la etiqueta decía que los chícharos estaban “yodados” y también la mantequilla aromada con hierbas, y también el cubo de concentrado de pollo y por eso se le hizo muy práctico rociar con tres cucharaditas de sal al espeso caldo verdoso que comenzaba a despedir los primeros borbotones. “La otra incomible bazofia de este día” pensó Estaban al instante que su cuchara rompió la humeante placidez del horizonte verde que se veía en su plato sopero.

—Pero ni has probado “tu arroz”— rió Estaban.
Natalia no respondió. Si era una broma, pues lo era, pero de mal gusto. Quería ver a Esteban sacudiendo sus maltrechos calcetines en el mismo instante que, ahora, ella descolgaba del cordón donde pendían para secarse. Dos o tres golpes decisivos y certeros al aire y luego, tras percatarse que no la miraran los vecinos, olerlos; sí. Ella tenía que estar segura de que en esas “fundas para pies” no quedara un mínimo rastro del característico aroma que los zapatos (forro de piel y suela de goma) de su marido despedían. Y luego extenderlos a manera que no perdieran su elasticidad para después enrollarlos con la curia de una monja y formar con ellos una pelota suave y protectora, capaz de abrigar los embates del caminar, de la sudoración y la fricción constante... “Tu arroz” se trataba de un tema de niños si ella lo comparaba con los días y los trabajos que le costaba mantener la casa en orden. Claro está, tras la muerte de Felipa.

Y en aquella posible discusión estaban cuando Esteban se puso de pie para caminar hasta la alacena.