martes, octubre 10, 2006

Pásele

Llegamos en el tiempo donde siempre hay cosechas y la gente no camina por las calles. Parece y es casi un pueblo en que uno tiene la necesidad de convocar a los fantasmas para que alguien lo habite. El Crucero.

Hace calor, estamos en la tierra caliente. La primera impresión es revisar el recuerdo para recomponer todo el origen. Coinciden parcialmente las versiones escuchadas: dos calles de terracería, aquí fue donde se conocieron los abuelos. Justo en alguna de estas dos calles él le “aventó los perros” y ella aceptó complacida a una vida que se prolongaría poco más de cincuenta y cinco años.

La casa materna. Un eslabón de viejas columnas y techos altos, de vigas ya podridas por donde precisamente tendría que deslizarse la mazacuata, un reptil encargado de comer ratas y ratones. Las paredes tapizadas con retratos ovalados. Habitaciones angostas pero largas. Otra puerta y tras ella el patio de la casa grande. Atrás las viejas caballerizas convertidas en chiqueros.

Percibo el aroma de un “Raleigh” y pienso que no hay mejor forma símil del humo de un puro para evocar la aparición de otro fantasma: Joaquín Lagunes, el viejo color de cera y ojos azules, alto, delgado, altivo y su fuete en la mano.

En Xalapa, a la abuela le hubiera gustado ver los cambios en el jardín. El paseíto de piedras de río, flanqueado por helechos y tímidas flores de Belén. Como por ejemplo, mirar que por fin han derribado los pinos altos, delgados, amenazantes; y que en su lugar quedaran esos claros sobre el jardín o finca bañados con la luz solar directa.

Su historia es como la de algunas viejas que quedan. Nieta de un cacique venido a menos por manos, balazos e ingenieros topógrafos que trajeron los agraristas. Hija de dos mitades; hija única de Rita Lagunes y de Maximiliano Lagunes. Soberbia de mirada y en sus memorias: “Yo viví en la ciudad de México y ninguno me cuenta cómo era el Xochimilco de los años cuarenta. Como era que, para el pago de luz en la Compañía de Luz y Fuerza tenía necesidad de treparme en dos camiones, el de San Cosme y Candelaria”.

Tampoco ninguno le contaba cuál era la sensación de sufrir en la espalda los treinta varazos ejecutados por su profesor, cuando vivía en el rancho. Ni de sus trampas: vigilar al abuelo Joaquín para dar con el cajón exacto donde se guardaban las monedas de un centavo, “el ripio” y comprar dulces. O amasar pétalos de rosas para mezclarlos con panela o desmenuzar los puros de la gente grande para liarse sus propios cigarrillos.

—¿Qué tanto miedo le agarran a los muertos? En el rancho se apagaban los candiles y a dormir. A veces oías tiros y con eso ya sabías que al otro día habría difuntos y al panteón. Eso sí, un lado para los ricos y otro para los pobres. Lo más curioso fue que a tío Pancho, el que inventó la división, fue enterrado del lado de los pobres.

Pero aquí venimos una vez más a recordar. El cementerio está más solo, la hierba devora a los monumentos de los olvidados y las flores son escasas.