jueves, octubre 26, 2006

Aromas verdaderos

A Ruth Navarro,
quien me platicó sobre “Las consolaciones de la filosofía”,
durante un impertinente aguacero.
Mi madre siempre ha sido muy dada a las exageraciones verbales. O dirían los analistas del lenguaje pero estilo profesores de gramática, que gusta adjetivar de manera tajante cuando sólo va a pronunciar su veredicto con una frase: “Huele a perro muerto”. A mi edad no dudo a lo que huelen los perros muertos, pero si aplicamos esto a que se lo decía a un médico que me atendió (creo como a los seis años) durante el anuncio de una colitis, tras la pregunta del galeno: “¿Gases?” ella dijo así: “Ay sí, doctor, le huelen a perro muerto”. Niéguenme ustedes que no se trataba de una exageración.

Si han terminado de burlarse de mi infantil y vergonzosa desgracia, por dignidad memorial debo aclarar que si la mujer que vendía las golosinas a la salida de la escuela primaria tenía fama de ser poco aseada, tampoco vendía bolsitas con lonjas de perro muerto (ni modo que vivo), bañadas con chile en polvo y chorros de jugo de limón. Y además, yo era su cliente, de lunes a viernes no faltaban las frituras, los raspados sabor grosella y las grenetinas azucaradas con forma de lunas menguantes. Pero uno de esos tantos festines me llevó a urgencias y al estigma de que mis flatos eran por haberme atragantado con carne de perro. Así que durante algunos meses imaginaba que se moría el “Roqui” (mi perro) y en lugar de enterrarlo en el jardín me permitían conservarlo, para que bajo el riguroso método científico, descartara si el aroma a podrido era similar al de mi ventoso “accidente” con las tripas.

Como el “Roqui” murió de viejo y a los años, jamás pude cerciorarme de un detalle tan aparentemente olvidado. Aunque durante los viajes de verano y otras escapadas festivas, el olor se hacía presente cada vez que a la orilla o al centro de la carretera nos encontrábamos con un can atropellado; efectivamente, el aroma era terrible, insoportable. Las ventanillas tenían que subirse y los que íbamos en la parte trasera de la vagoneta Guayín nos hacíamos los asfixiados: “Ah, adiós mundo cruel, ese perro era el más apestoso del mundo”, cometíamos otras payasadas como decir: “Pero huele mejor que los pañales de Irving” (el hermano menor) y cuando ya no éramos centro de atención, teníamos que inventar otra cosa para hacer más llevadero el trayecto.

Uno se olvida de los aromas, agradables o repugnantes, que de inmediato conducen a los recuerdos. [En uno de mis cuentos, la historia se desarrolla a partir de que la protagonista percibe el aroma un perfume que se le hace familiar]. Y fue como a mis diez años, cuando yo era monaguillo, que acompañé al cura a celebrar una misa para muerto; pero en el domicilio del finado. Al pobre hombre lo habían encontrado tirado en un basurero y el peritaje sentenció cinco días de corrupción. La casa estaba inundada con sahumerios y cuando el cura terminó de leer un fragmento sobre la resurrección de Lázaro, los familiares, con lágrimas, le suplicaron que rociara con agua bendecida los despojos de aquel infortunado. Levantaron la tapa del ataúd y nosotros nos aproximamos. El cura me dijo que usara la cota del hábito para taparme la boca y la nariz, él hizo lo propio con la estola y cuando vi aquel despojo descarnado, comprendí que antes de convertirnos en polvo, primero éramos carne que se agusana.