viernes, octubre 27, 2006

Necrológicas


“Y es que históricamente siempre es igual:
al muerto lo defienden los vivos”
Michael de Certeau
Tenía casi veinte años cuando me obligaron a cursar un taller para “Instructores de creación literaria”. Y como siempre he huido, en papel de alumno, de los cenáculos, las cofradías y los clubes de escritores o aspirantes a serlo, mi remedio fue acudir bajo la amenaza que me quitarían de mi incipiente taller en el Colegio Preparatorio (Creación literaria), que entonces impartía sin cobrar un peso —hoy soy titular de eso, me pagan lo correcto y al recordar los vericuetos del camino sólo río.

Pues aquello lo daba Reynaldo Carballido (sobrino del dramaturgo Emilio), muy joven aún y estrenándose como padre de su primer hijo, ¿o nos dijo que era niña? Casado por entonces, ahora no sé, con una actriz cordobesa. Me refiero al verano del año 1995.

El taller me resultó incipiente, o insípido para quienes hemos crecido en el rigor escolar, casi con la disciplina de monjas pero con la libertad de profesores jesuitas. Reynaldo hacía un verdadero taller pero yo quería escuchar teorías, títulos de libros, consejos de un escritor que empezaba a encumbrarse en las becas del entonces y próximo a la desaparición plena Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). No. Él ponía juegos de palabras y a partir de eso nosotros escribiríamos “algo”. A los veinte, cuando uno se come al mundo, eso se trataba de una pérdida de tiempo. Yo traía leídas las novelas, las traducidas claro está, de Milan Kundera más frescas que diferenciar al sujeto del predicado. Pero me ajusté a los diez días hábiles durante los cuales nos daría clase.

Mis compañeros, eran todos profesores de “español”. Ninguno había publicado y mi ventaja sobre sus edades era que a mis impertinentes y quince años me habían editado el librito de “Mis primeros poemas”, una selección de malas, horrendas poesías compuestas entre los 9 y 13 años, de las que no me arrepiento pero que ya no enseño, por esa manía que se llama pudor.

Y una mañana a Reynaldo se le ocurrió, o lo tenía en su programa, que debíamos escribir nuestros epitafios. “Pongan en media página lo que les gustaría que los demás recordaran de ustedes”. No faltaron, como dice mi amigo el periodista Fito Soler, los divinos y los maravillosos. “Aquí descansa quien sin amar, debió haber amado” expresó una maestra que daba clases en Huatusco. Y en ese momento tenía por compañera de banca a una mujer que ahora es alta funcionaria educativa —y de quien no diré su nombre— se burló y me dijo al oído: “Espero que lo tuyo no sea tan obvio”. Pero yo estaba más liado con la proximidad de una publicación en la prensa estatal que con un ejercicio tan obvio.

Y hoy, que piso el aula, cuando mis pocos alumnos me preguntan por lo que van a escribir, siempre les respondo que será más importante saber su opinión sobre lo que leyeron. No creo en las necrológicas y menos en las escrituras “automáticas” (cosas que en cursos escuché defenestrar a don Ricardo Garibay) que la dramaturga Susana Robles me enseñó a detestar: “Mi vida, si la vida son groseros fragmentos, al recuerdo siempre hay que salvarlo”. Y en mis clases, sólo y siempre hablo de libros, aunque les ponga “talleres” o “ejercicios.