lunes, octubre 30, 2006

Hora de muerte

Para quienes profesan la religión católica la segunda parte de un rezo tan recurrido no es ajena: “Y ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Este fragmento, que corresponde al Ave María, fue agregado, estiman, hacia el siglo XV. Porque entonces las pestes ya habían mermado no sólo la población sino también a la mentalidad europea. El acto de morir, consecuencia de tener vida, no era solamente una seguridad en cualquier ser humano, sino que llegó a ser rápida, un hecho de todos los días y en cualquier momento; pero sobre todo, al acecho de todos los hombres.

Surge entonces un libro inquietante, la Ars moriendi. Allí se ilustra cómo la muerte hace una danza, macabra, con los seres que aún conservan la vida —y como siglos atrás se escribiera en un canto goliardo, donde todos bebían— en esta nueva visión, nadie escapa de bailar con la osamenta que se lo llevará a la tumba. Cuando alguien muere, antes de que su alma abandone el cuerpo, vienen los instantes de agonía. A las personas de entonces se les habla de terribles momentos, porque el alma está en juego, ya que la religión determina que en el último instante el ser vivo puede salvar su alma o condenarse al fuego eterno del infierno. Así, los segundos finales, hay que tener tiempo para arrepentirse por todos los pecados o de lo contrario, los castigos serán infinitos.

Ahora toma un mayor sentido la segunda parte de esa declaración que implora a la virgen María: “…ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte” pues si ella no intercede, quizá llegue a ser muy tarde. Porque la agonía es, precisamente, un instante de juicio que decide el albedrío de cada moribundo. Las visiones son terribles: acuden ángeles y demonios que lucharán por obtener el alma del pobre que aturdido, no sabe por qué decidirse, si por los engaños del Diablo o por los juramentos de vida eterna que le formulan las celestiales visiones. Y por supuesto, él debe preferir por los ángeles.

En la mentalidad del europeo de la época (que abarca tanto a sabios como a ignorantes) lo que hay después de la vida se decidirá en el momento de la expiración y de allí vendrá una especie de evaluación sobre el comportamiento que se mostró en la vida. Pórtate mal y arrepiéntete luego; suena a casi una campaña publicitaria de tarjetas de crédito. Pero aquellos que se encontraron con el Nuevo Mundo, tendrían que batallar con las concepciones de vida y muerte que tenían los habitantes del continente antes de la llegada de los españoles.

México antiguo o prehispánico parecía no tomar en cuenta el comportamiento durante la existencia; ni siquiera el linaje o la cercanía del hombre mismo con sus dioses. Después de la vida terrena, lo que viniera, iba a depender en gran medida de la forma en que se ha muerto; aunque Tezcatlipoca, el señor del espejo que humea, el nigromante, el que lo sabe todo, pudiera obrar su poder para ejercer el infortunio sobre los débiles hombres. Pero en su mentalidad, la muerte no es un fin sino una continuación y si bien el “infierno” nahua dista ser igual al imaginado en Occidente, allí no era lugar de castigos eternos sino el lugar donde estaban los muertos, gobernados por el señor Mictlantecutli, el dios descarnado. Pero no todos iban directo al Mictlán… otros iban al Tlalocan, otros al Cincalco y los valientes acompañaban al sol y las que habían muerto pariendo, lo ayudaban a entrar al inframundo.

Y si el acto de morir es idéntico en los seres humanos, los símbolos y significados que cada cultura le confiere, son diferentes.