miércoles, noviembre 01, 2006

Y la muerte viva

En México no jugamos con la muerte, la tomamos tan en serio que es parte de nuestra existencia. Es verdad que la partida de un ser querido nos duele como a todos, quizá ignoramos la verdadera genética de nuestras tradiciones funerarias (de viejos mexicanos) pero a pesar de todo las seguimos, necios, conservando. Y que es para cualquier ajeno a la mexicanidad resultaría un horror ver que los niños, por estas fechas, se comen una calavera hecha de azúcar y que lleva, en la zona frontal, su propio nombre... pero es una llena de colores y dulcísima, coqueta y a veces hasta medio putona —cuando estoy en la ciudad de México tengo visita obligatoria para admirar, no me canso, una de las obras de Diego Rivera, su mural donde plasmó a la Catrina (señorona Muerte) departiendo mientras un domingo en la Alameda.

Los mexicanos no somos la chanza que los ojos distantes quieren ver. Si nos reímos, incluso de la Muerte, es porque es la única forma que tenemos para desquitarnos de los vivos que se aprovechan de la ignorancia de un pueblo hundido en la pobreza y que ellos, perversos y pervertidos, se hacen tan ricos a costa del trabajo ajeno. Allí radica el único desquite del pueblo de México, en recordarle a sus poderosos que un día de tantos se cumplirá lo escrito por un francés anónimo en el siglo XIII: “Como me ves, te verás”. La versión de aquello traspasó las fronteras y se fue inoculando en otras lenguas, sobre todo en las romances. Por eso en estas ocasiones, burlarnos de la vida y la muerte querrá decir también hacerlo contra los que se sienten únicos. Pero al final, un cuerpo es un despojo y éste, se agusana, apesta. Y luego pasará que somos polvo.

Nosotros también solemos recordar la fragilidad de la vida. Que si a veces le ponemos “gracia” es por el mero afán de desquitarnos. Matamos al rico, al empresario, al político, al presidente y al gobernador que hacen payasadas, a los artistos que figuran cinco minutos en la televisión, a los deportistas famosos —como los futbolistas— que a veces llevan en las patas la dignidad de la nación, si es que nos queda otra. No es porque seamos tan chistosos sino porque también merecemos recordarles que somos iguales [Como y cago como todo el mundo, no tengo nada de especial; dijo Lila Downs en la entrevista que le hiciera una reportera de cierta revista para caballeros, en su número de octubre de 2006] y que tarde o temprano el único destino seguro es, como decían los nahuas: “el lugar que no tiene puertas ni ventanas”.

Este día treinta y uno de octubre, dice la tradición generalizada que se corre el velo que divide la vida y la muerte. Yo, como ya tengo a muchos muertos que recordar, y también que añorar, quemo algo de incienso y espero hasta la medianoche, para encender una vela a cada uno. Me reconforta imaginar que ellos retornan. El día dos de noviembre no voy a los cementerios, porque allí sólo están los despojos y con las lápidas aún no converso; eso que lo hagan las plañideras.

Una cosa es el recuerdo y otras las deudas.

Y ya no pongo “ofrendas” porque según la tradición, el camino de un muerto sólo dura cuatro años, luego vivirán con Mictlantecutli, el descarnado y después se fundirán con la naturaleza. Lo que sobra son recuerdos.