miércoles, octubre 25, 2006

La casa de los floreros agrios

La casona de aquella vieja tía me recordaba el aroma de los cementerios. Disponía sus floreros con generosas ramas de azucenas a manera que adornaran toda la sala, pero siempre olvidaba cambiarles el agua. Y sobre todo, en temporadas de calor, el hedorcillo de los tallos en podredumbre penetraba tanto en las narices de sus visitantes que más de una vez observé cómo todos nos llevábamos, sin mucha discreción, la muñeca hasta los orificios nasales. Y si ella no se daba por enterada o lo hacía adrede, fue algo que jamás pude corroborar; yo era muy pequeño y las visitas eran tan esporádicas.

Repaso que en aquellas visitas los únicos niños que iban con los adultos éramos mi hermano Hassel y yo. La tía no gustaba de los “chamacos tentones” y al poco tiempo de llegar, se las ingeniaba para que nosotros quedáramos arrinconados —y jugando, pero sentados en el suelo, por supuesto— y desde aquel cerco de la ignominia contemplábamos los adornos de la casa, casi en ruinas. Las paredes estaban prácticamente forradas por cromos de almanaques: chinas poblanas, charros cantores (que no eran Jorge Negrete ni Pedro Infante), típicos paisajes de granjas holandesas, atardeceres bucólicos, artistas de otras épocas lejanas a nuestro entendimiento y mexicanas “que fruta vendían”. Era un deleite mirar esa colorida aproximación a barajas de lotería...

Quizá con Hassel siempre nos quejábamos, en voz queda, de que la casa de la tía olía a panteón. Pero ella siempre nos convidaba chocolates en forma de tortuga y eso bastaba para soportar la tibieza de las baldosas de barro cocido. Además, los cromos de las paredes y las golosinas no eran lo único que podía ser apreciado por dos niños que tenían por sola diversión los dibujos animados, mejor conocidos como “las caricaturas”. Sobre taburetes y la mesa de centro, un ejército de baratijas de yesería recubiertas de barniz y el polvo de décadas, a nuestra mirada convivían payasos equilibristas, gatitos mimosos que jugaban con pelotas de estambre, pastorcillos que con una vara guiaban a gansos y patos, cómicos y regordetes maquinistas de ferrocarril, damiselas culonas de la corte de Luis XV y niños ataviados con pijama y en postura de rezarle al dulce ángel de la guarda.

Es posible que los veintitantos años que hay distantes a ese recuerdo me hagan olvidar otros detalles, pero el barniz de aquellas figuras ya se había estrellado y justo en el rostro de una bailarina, una rajadura lograba la ilusión de una lágrima. Preguntábamos a la tía, siempre que íbamos, el motivo por ese aparente llanto y nuestros índices se acercaban tanto a la figurilla que la tía nos soltaba un suave manazo tras decir: “Caca, niño, no te embarres”. Frase que solíamos relacionar con mera prohibición y a la que sólo el tiempo me hizo encontrarle la correcta dosis de humor.

Y si había otro factor que nos maravillaba era que la tía vivía del comercio. Tenía, contigua a la sala de su casona, una tienda de abarrotes —por eso eran siempre las mismas golosinas, los chocolates en forma de tortuga— que sin muchas pretensiones, pasaba como una de las mejores surtidas de su barrio. Nos gustaba tanto que durante la visita arribara un cliente, porque siempre golpeaban con una moneda la madera del mostrador, mientras se entregaban a la cantaleta de: “Quierooooo”. Ella se arremangaba el rebozo e iba de mala gana, despachaba y seguía con el chisme que había quedado pendiente.
Entonces con Hassel, nos escabullíamos hasta la tienda para imitar los golpes y repetir: “Quieroooo”. Ella se volvía a levantar y cuando nos veía, sus palabras amenazadoras apagan nuestras carcajadas: “Pero síganle, que en la noche les va a salir el diablo, todo chinaco y se los va a llevar al infierno”.

A pesar de todo, su casa siempre tenía el tufillo a cementerio.