lunes, octubre 02, 2006

Paco Córdoba, a donde no hay puertas ni ventanas


¡Yo tengo que dejar las bellas flores,
tengo que ir en busca del sitio del misterio!
Anónimo de Chalco


Su mano trazó una línea horizontal y tras el recorrido quedaba dibujada una persistente “raya” de gis. No se trataba de una simple recta sino más bien de la división existente entre el inframundo y el supramundo; en todo caso se trataba de la tierra, donde los hombres vivos pueden hacen de las suyas a pesar de los muchos lamentos que se incluyen en la poesía del tlatoani Netzahualcóyotl. Porque se decía entonces que las almas de los hombres no se condenan a la eternidad por su comportamiento en la vida; sino que por la forma de morir, llegan a un sitio destinado para todos aquellos que han coincidido en ese acto. Quien muere relacionado con las enfermedades o males del agua —como la hidropesía, o ahogados— van a parar al Tlalocan, la casa de Tláloc, el señor del agua y allí, únicamente se bebe, se ríe y se canta.

Era la concepción que los antiguos mexicanos tenían sobre la muerte. No se trataba, como tras la conquista y colonización española, del viraje que se obligaron a dar tales creencias. A partir de allí, el cuerpo es la cárcel del alma y cuando se muere, el alma irá a parar sólo a tres sitios posibles: infierno, purgatorio y cielo. Y esto depende, por supuesto, del comportamiento que el ser viviente demostró en la tierra. Para la religión católica de entonces, era inconcebible que el sol hiciera un viaje diario a través de veinticuatro escalones y por lo tanto, tenía la posibilidad de gobernar majestuoso por el cielo, pero también de entrar en los dominios del terrible dios Mictlantecuhtli, el descarnado, el señor de los muertos —para fines de mes, desarrollo ese tema.

Y para cuando las explicaciones iban y venían, ya habían sucedido no menos de tres o cuatro bromas; algunos dichos de su tía Adelina y una sonrisa que si no invitaba a descubrir cuanto él decía (de memoria), sí mantenía la atención de sus pupilos en la facultad de Historia. Se trataba del antropólogo Francisco Córdoba Olivares, encargado de los cursos de Mesoamérica y de organizar, año con año, la ofrenda de muertos —o los “altares de vida”, como a algún pedagogo mamón le dio en llamar— y de repartir los tamales, durante el numerito de la muestra.

Nadie le llamaba por su nombre. En el área de Humanidades era, como la Adelita, “famoso entre la tropa”. Si no se le veía, por sus voz sentenciosa —con la correspondiente malicia— y las risas que provocaba a su paso, todos sabíamos que se trataba de Paquito Córdoba y la tía Adelina para arriba y para abajo. “No les vaya a pasar como a mi tía Adelina, que por dejarse bajar las naguas, siempre creyó que era el diablo...” Pero cuando entraba al aula, el periodo prehispánico y los dos primeros de la Colonia, se convertían en una narración fabulosa que siempre terminaba en la fantasía y en las bromas. Entonces el maestro decía: “No lo digo yo, así lo dice Bernal Díaz de Castillo, aunque ya el desmadre es mío”. Pero también hablaba de su pueblo, de su Naolinco, y de sus investigaciones en Otatitlán.

Quizá algunos no estaban de acuerdo con su método, porque decían que sólo repetía lo escrito en los libros; pero hasta la fecha, no encuentro otra forma de hablar sobre lo que me fue imposible vivir, como la caída de Tenochtitlan, por ejemplo. Con él, aprendí mucho y también me reí mucho; fue mi profesor durante año y medio y un maestro siempre cercano, accesible. Hace unos día me enteré de su muerte, es una pena. Paco, ya jubilado, tomaba cursos de actuación y me había prometido avisarme para cuando estrenara su primera obra. Ya no se pudo, el maestro se ha ido a la casa que no tiene puertas ni ventanas.