
Siempre he neceado con la idea de que la lectura debe servir para algo; de lo contrario es un adorno como tantos otros. Es decir, si un libro es para que los estantes de caoba luzcan mejor, está bien —después de todo el libro es tan objeto como un disco, una carpeta tejida por la abuela o una baratija de feria— pero si la finalidad de comprarlo, es para leerlo, pues ya hablamos de otra situación. Y esto de libros y lecturas me recuerda a cuando uno visita al nutriólogo, existimos los obesos de tercer grado y también los raquíticos, de todas formas tanto uno como el otro están desnutridos, o “mal comidos”.Conozco a lectores que se declaran serlo: por vicio, por oficio, por devoción, por soledad, por haraganear un poco y en última instancia (el mayor número en este país) por obligación escolar.
Y como la oferta es tan variada y el consumidor tan escaso, a veces resulta complicado hallar con quién charlar sobre la última novela publicada por Rosa Montero, o por el tratado de Eugenio Trías, inclusive, la insólita historia rompe corazones de Corín Tellado. Entonces uno se pregunta ¿para qué demonios sirve leer cuando uno ya no está en edad de asistir a la escuela? Demos de santos y diablos, que para el caso es lo mismo, que aún el público adulto “no obligado” a leer sigue consumiendo periódicos y revistas y que dos o tres curiosos leen artículos como éste.
Pero como siempre, me desvío del tema. A lo que me refería en el inicio es que uno debe encontrar utilidad a los materiales que se leen, de sacarles el provecho necesario. Fíjense ustedes que antier esperaba el autobús cuando a lo lejos observé que se acercaba una vecina más conocida por los peligros de su lengua que por sus actos de caridad. Era ya muy tarde para evitar el saludo o fingirme ocupado y mientras ella me plantaba el tímido besito en el cachete —porque si era la “mejilla” tengan por seguro que no le pondría la otra— empezó con su interrogatorio. Por suerte, hacía una hora que había concluido la lectura de un capítulo sobre el fenómeno de la piratería en México, así que manos a la obra, la charla aminoraría la pesadez de esperar el autobús...
—¿Y cómo has estado, mijo... y la chamba?
—Bien, muy bien (¿por qué habrá quien no se conforma con monosílabos?)
—¿A poco ya no trabajas en oficinas?
—No, fíjese usted que pagan tres pesos. Ahora me dedico a vender discos piratas: música, películas y los videos de los conciertos... soy como dicen: “mi propio patrón”.
—Pues te irá ré bien, ¿no?
—Ni crea, la cosa no es tan fácil, más cuando hay redadas. Lo bueno es siempre nos dan el “pitazo” y logramos salvar la mercancía.
—Y la escuela, ¿dejaste los estudios? (con la facha de maestro rural o de seminarista arrepentido que me cargo. Y aún así me lo pregunta, mientras ve que llevo colgado el portafolio de “cura pobre” como me dice una amiga)
—Sí. Pero viera, ahora los maestros de la universidad son mis mejores clientes. Como les consigo películas de sus tiempos, pues andan locos, y de a veinte pesos el disco ¿quién no se anima? Lo malo es que no estoy establecido y comparto el local con un “cuate”.
—¿No estás en una organización?
—Qué quisiera, pero no dejan, ya están bien amafiados y como ese canijo ya tiene los “contactos”, pues me esperaré a que abran otro mercado y a ver si me toca.
—Ya viene el camión, ¿te vas en ese?
—No, espero el otro.
—Adiós, mijo, y échale ganas.
Leer para creer. Aunque pensándolo bien...