Foto: Pamela Albarracín
(Fragmento)
Y es que antes de venir para acá yo tenía mi tienda de ropa. No grande, pero con el esfuerzo y lo fiado ya me había hecho de una buena clientela. ¿A poco a su esposa no le pasa que de pronto los invitan a una fiesta que no tenían en planes y necesitan dar el regalito, modesto, pero al fin regalo? Ni modo que salgan con un tiliche del montón, todo ajado. Pues ahí tenían al “Capullo de algodón” que así se llamaba mi negocio.
Y es que antes de venir para acá yo tenía mi tienda de ropa. No grande, pero con el esfuerzo y lo fiado ya me había hecho de una buena clientela. ¿A poco a su esposa no le pasa que de pronto los invitan a una fiesta que no tenían en planes y necesitan dar el regalito, modesto, pero al fin regalo? Ni modo que salgan con un tiliche del montón, todo ajado. Pues ahí tenían al “Capullo de algodón” que así se llamaba mi negocio.
Pantalones, blusas, faldas y uno que otro accesorio. Todo barato, de calidad y al fiado. ¿Pues a dónde iban a correr si no era a mi tienda? Ahí estaba Berta, sonriente y amable: “Lléveselo y si no le queda, lo vienen a cambiar por otra talla más grande”. Sólo les pedía que no mancharan la ropa y claro, les daba una semana para cualquier reclamo. Aunque dos o tres veces me la hicieron. Me enteraba que usaban las prendas para estrenarlas durante un baile y luego regresaban alegando que las costuras no estaban en buen estado y querían el cambio. Pero una se va haciendo mañosa y entonces revisaba la prenda hasta con lente de aumento; va a creer que en la parte de las axilas el trapo iba todavía impregnado con esa mezcla de sudor y desodorante y la explicación que les daba, porque jamás contrariaba a los clientes, era que si no les quedaba ¿para qué se lo llevaron a la fiesta? Eso sí, ropa interior jamás la cambiaba, ni permitía que se la probaran. Aquellos eran sólo detalles, como se dice comúnmente: uno entre mil.
Fue a finales de octubre del año pasado cuando tuve ese problema. Tendría dos días en que me habían surtido un pedido importante, se acercaba diciembre y yo tenía que estar lista para cuando la gente cobrara los aguinaldos, porque ya ve, quien debe sólo paga para endeudarse de vuelta. Y le juro por la virgen santa que yo andaba muy realizada, ¿así se dice, no? Estaba con los planes de juntar lo más posible para llevar a mis niñas al mar, dos días, no se crea que las semanas enteras. Porque uno trabaja para sobrevivir pero de vez en cuando para darse un lujo y mire, ya me veía con mis nenas a la orilla del mar, comiéndonos unas mojarras fritas y juntando conchas cuando a eso de las siete de la mañana, era lunes, viene una de mis cuñadas muy espantada para decirme que un montón de gente estaba a las puertas del negocio y que un carro de bomberos apagaba el fuego. ¿Cuál fuego, cuáles bomberos?
Los del peritaje dijeron que había sido un cortocircuito. Las chismosas del barrio inventaron que unos hombres se habían metido a robar y que antes de salir prendieron fuego. Pero eso no fue cierto, porque hasta los bomberos tuvieron que forzar la cortina metálica, porque con lo caliente que estaba adentro el metal se hinchó y no encontraban la manera de entrar; así que nomás pudieron con el cerrojo de la puertecita y viera que cuando llegué, con los pelos enmarañados y apenas un suéter que alcancé a ponerme, todo estaba hecho cenizas. De los tubos de los exhibidores sólo colgaban como hilos del plástico de los ganchos. Y no me acuerdo muy bien qué pasó después, porque en mi desesperación les rogué que me dejaran sola y creo que alguien me llevó una escoba y un balde que pedí. Como a eso del mediodía estaba llena de tizne, más desgreñada, con las uñas partidas y los pies hinchados y todos arañados. Sólo pensaba en que ya no podría llevar a mis hijas al mar, en que las tres se quedarían sin conocerlo.