martes, noviembre 14, 2006

Vila-Matas, corrector de vidas

A Luis Francisco Hernández, el arquitecto lector.
Su propia vida es parecida a la novela que un escritor desearía, al menos, para cualquiera de sus personajes en desarrollo. El catalán Enrique marcha a París con veinte años de edad y se instala en un departamento que previamente alquiló para él la escritora Marguerite Duras. Allí trabajó como periodista... luego soplarían mejores vientos y a partir de la publicación de “Historia abreviada de la literatura portátil” (hacia 1985 y sus treinta y siete años de edad), la obra de Vila-Matas toma el giro de los que escriben y venden muy bien.

Áspero y de respuestas cortantes en las entrevistas que le realizan, no se parece en nada al que publica novelas y cuentos que traslucen una pertinaz ironía. En mi caso, el primer contacto con la ficción de este catalán fue en la recopilación “Antología del cuento español” que coordinó el veracruzano Raúl Hernández Viveros, para el Fondo de Cultura Económica. Allí, la selección elige de Enrique Vila-Matas un cuento magistral que retrata las malicias de un enano que se termina enamorando de uno de los acólitos que ayudan a oficiar la misa en la catedral de Barcelona. El final de aquella historia impregnada de taras y odios, que reservo al lector, puede resultar tan deprimente como absurdo, cuando el enano casi vampiro toma la absoluta decisión que cambiará su mediocre existencia.

Y si Enrique Vila-Matas dice que continúa escribiendo porque es la única manera de corregir la vida, su imagen de devorador de libros (que lo es) se trata de un reflejo constante en su obra. Es de esos tipos que tienen la manía de leer más de lo que escriben y que, por si fuera poco, muestran una elegancia tal que incluso el tema más cotidiano, como observar o “espiar”·a un poeta que decide convertirse en repostero —lo veremos más adelante— adquiere matices de una real aventura literaria. En su narrativa nada es casualidad, todo es causado por la lectura. Así, sus obras se convierten en un libro que también habla de libros y va a galope constante de la ficción al ensayo, de la crónica a la descripción humorística, de la biografía a la ironía. Y por supuesto, es un juego de puzzle al que sus lectores tratan de descifrar cuando surge la pregunta: ¿a partir de qué línea me está mintiendo o en qué momento me habla con la verdad? ¿Verdad en una novela? ¿Mentiras en un ensayo hilvanado con lo mejor del lenguaje?

“Bartleby y compañía” (publicado hacia el año 2000) es una de las cartas que mejor representan la poética de este catalán. Se trata de una novela íntegra, por supuesto; pero que jamás comienza porque sólo tenemos acceso a las “notas al pie” que el autor —¡qué manía la de Vila-Matas con el circo de la deformidad! Su escritor es un enano, y jorobado— prepara como material de la novela que está próxima a escribir. Primera ironía, la de explicar un texto antes de escribirlo, no el ser enano. Y la segunda, que es un tejido muy fino porque supone el conocimiento de una historia escrita por Herman Melville (de un oficinista que a todo “preferiría mejor no hacerlo”), es que narra la historia sobre la negación a la escritura; una lección sobre los escritores que se negaron a continuar como tales. Un laberinto cuyo hilo es la risa, por supuesto. Uno llega al “pie” número ochenta y seis para cerciorarse que la novela ha terminado.

La glotonería literaria de Vila-Matas conoce pocas fronteras. Un fragmento de “Bartleby y compañía” (reconozco que es sólo uno y medio de los 86 que componen la obra) ya estaba publicado, unos nueve años anteriores al lanzamiento de la novela, pero en forma de artículo. Es el que habla sobre el poeta metido a pastelero, también catalán. La anécdota es la misma y se publicó, al menos en México, en la revista “La Jornada semanal”, que por entonces encartaba, cada domingo, el periódico La Jornada. Pero si esta novela resulta tan cómica, es también un buen camino para quienes desean abrirse paso en el mundillo literario. Me despido con una cita, las primeras líneas del “pie” número 77: “He sido afortunado, no he tratado personalmente a casi ningún escritor. Sé que son vanidosos, mezquinos, intrigantes, egocéntricos, intratables.”