lunes, diciembre 04, 2006

Algunas razones para ir al cine

Desde su aparición, le llamaron “fábrica de sueños” y conforme la tecnología avanzaba, durante la primera veintena del siglo XX, en Nueva York se le vio como una herramienta inmejorable cuya utilidad iba a demostrar cuando lograra grabar las mejores obras de teatro de la temporada y éstas pudieran difundirse por el mundo entero. La intención era muy noble, apostar cámara y operador frente al escenario, esperar buen movimiento del brazo —para que la manivela captara los fotogramas adecuados— y disfrutar de la obra: “Tercera llamada, comenzamos”. Lo más granado de la actuación teatral quedaría entonces inmortalizado gracias al invento de los Lumiere y a la tenacidad de Edison.

Pero no. Con el tiempo se dieron cuenta que “captar” en cinematógrafo las obras de teatro era, como experimento, algo interesante. Pero como realidad, resultaba muy aburrido para un público que deseaba ver lo que sucedía en el resto del mundo y no a los acartonados galanes y lentísimas divas que se desplazaban como recitando. Así que el cine tomó otros rumbos y los empresarios se dieron cuenta que era mejor inventar las ficciones para ser representadas ante la cámara y no que el gran invento fuera una sirvienta de un arte que iba conociendo la enfermedad. El cine implicaba cada vez más: demasiadas inversiones e incontables esfuerzos... pero en la medida que se gastaba, la recuperación comenzó a rendir sus frutos.

Arte o industria. ¿Quién sabe? La entrada al cine cuesta lo mismo, sea para horrorizarse por la falta de imaginación de sus realizadores o para quedar con la boca abierta. He visto a grupos de adolescentes que se desencantan tras ver el clásico melodrama facturado en Hollywood; pero también los he mirado con rostros de asombro cuando los pocos directores que tienen el privilegio de llegar a las salas de exhibición —de corte únicamente comercial, fuera de círculos “artísticos”— son capaces de inquietar al auditorio. Allí están las historias del español Pedro Almodóvar, o las del francés François Ozón, que son filmes realizados con el mínimo de recursos económicos pero de un derroche de oficio, técnica y arte, que sirven de escuela a cualquiera. Y quien asiste sólo para convencerse de que durante noventa minutos, le han engañado al punto de arrancarle una lágrima, el mal llamado “cine de arte” tiene el derecho a robar corazones.

Y bueno, qué decir de los directores de origen latino que empiezan a comandar la galería en el siempre tan deseado gran escaparate. Pues la oportunidad está abierta; pero aguardaremos a que del Toro no se vicie con fabular historia nacional con fantasías (una versión manoseada de su “Laberinto del fauno” no se le perdonarían ni los adolescentes que sólo van por ligar); a que González Iñárritu (“Babel”) no se le ocurra repetir el juego de contingencias que muestran el impacto de la globalización y que Alfonso Cuarón “Los niños del hombre”) tenga la visión necesaria para firmar los contratos siguientes. El lío al que se enfrentan los directores que aún están por hacer que la industria coma de sus manos, es que deben aceptar las etiquetas que los empresarios les cuelgan y por eso confían en ellos.

En cierta ocasión María Novaro comentaba que tras el éxito de la película “Danzón” los empresarios gringos le habían echado el ojo, pero el contrato especificaba que sólo tenía derecho a mostrar proyectos que trataran sobre una mujer de edad madura que busca, sin éxito, a un hombre del que se enamoró. La moneda está en el aire.